Opinión

MI VOZ ESCRITA

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Los enemigos jurados de la intrascendencia personal, huyendo a la posibilidad de que no se les distinga, la mayoría de las veces de manera aberrante se aferran al norte de lograr protagonismo, aunque sea a ultranza. Que hablen de mí en bien o en mal, pero que hablen parece ser su divisa, a los fines de no ser ignorados. Sin reparar en que siempre es preferible ser incógnito a razón de escarnio.

No obstante, si el asunto no pasara de ahí, con considerarlos ególatras empedernidos cuya obtusa mentalidad no les permite conciliar sus aspiraciones con su propia realidad, fuera más que suficiente. Pero resulta que no; la cuestión no es tan simple cuando se trata de gente que, además de nombradía, persigue estatus social y abolengo que el dinero no proporciona, bajo ningún concepto.

De esos, los hay tan perversos que son capaces de llegar al paroxismo o a la prosternación más abyecta con tal de ver realizados sus deseos; deseos que por la vehemencia con que se buscan devienen en obstinación patológica por conseguir algo a lo que solo en buena lid es posible acceder. De ahí que los faunos que viven en permanente acecho para obtener lo que pretenden, mientan.

Desde que tengo uso de razón, y, hace tiempo que peino canas, sé que mentir es pecado mortal; que es el octavo en la tabla de diez mandamientos que Dios le entregó a Moisés en el Monte Sinaí: “No dirás falso testimonio ni mentiras”. Luego, aprendí que están registrados en las Sagradas Escrituras en los libros Éxodo 20:1-17 y Deuteronomio 5:6-21, y que, además, son el resumen de los más de 600 mandamientos contenidos en el Antiguo Testamento.

De modo que es fácil colegir que mucho antes de la era cristiana, del nacimiento en Belén del Rabí de Galilea, ya la mentira era una pandemia moral con extensión universal, por cuanto el mismo Creador se vio precisado a tipificarla como razón de muerte espiritual.

El Nacional

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