Opinión

MI VOZ ESCRITA

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La verdad histórica es que Leonel Fernández, desde que ascendió al solio del poder, prefirió vivir en y por la mentira. Ese acierto es la conclusión a que se llega cuando se repara en la promesa de invertir el fardo de la prueba, hecha en el discurso de toma de posesión el 16 de agosto de 1996. Ese compromiso consiste en contraponer el postulado del llamado principio de la presunción de inocencia; es decir, que sea el presunto transgresor de una disposición que demuestre que no la ha violado, como contempla el sistema acusatorio.

Ahora bien, que el ex presidente Fernández optara por echar en saco roto la oferta de cambiar el orden sobre a quién le corresponde aportar la prueba; si al imputado, según lo establecía hasta el año 2004 una ley adjetiva contenida en el viejo Código de Procedimiento Criminal o al Ministerio Público en nombre de la sociedad, no es de tanta gravedad. Lo verdaderamente grave, por cuanto constituye una aberración jurídica derivada de un interés político, es que al principio de marras se lo haya elevado a la categoría constitucional.

En efecto, para Leonel Fernández y compartes no tener que aportar las pruebas que avalen su inocencia ante una casi segura y formal acusación por un alegado fraude multimillonario, hoy están amparados por la garantía que le confiere el numeral 3) del artículo 69 de la Carta Sustantiva del Estado dominicano que reza: “El derecho a que se presuma su inocencia y a ser tratada como tal, mientras no se haya declarado su culpabilidad por sentencia irrevocable”.

De modo que es fácil colegir que la actitud asumida en 1996 por el entonces flamante presidente, fue pura retórica para justificar lo tanto que cantaleteó durante la campaña electoral de ese año que anualmente la corrupción se tragaba 30 mil millones de pesos. Es obvio que tenía que plantear una alternativa, por demás demagógica, a los fines de, por lo menos, dar la impresión de que se proponía ponerle freno al libertinaje con que se manejaban los recursos del erario…

El Nacional

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