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Para un verdadero escritor, borrar es poner en blanco y negro su identidad.

<P>Para un verdadero escritor, borrar es poner en blanco y negro su identidad. </P>

Se ha escrito que el hombre escribe para explicarse el mundo.

Y según lo profesado por autores célebres y artistas consagrados, esos “hallazgos” afortunados de la expresión, son meros artificios del arrobamiento primigenio y de la incertidumbre filosófica.

Para el trasfondo de estas disquisiciones interiores: pensar es dudar y “creer” no es otra cosa que la articulación festiva de la razón de nuestro otro agazapado, puesta en movimiento por la conciencia del vacío de su alteridad.

El gran poeta y novelista cubano, don José Lezama Lima (1910-1976), decía que el verdadero acto de la escritura, acaso su verdadera función motora o vitalidad inconfesada, es decir, su única y real “acción heroica”, consiste en borrar.

Esto es, para Lezama Lima, el secreto del arte de la escritura es el talento, la eficacia o la voluntad con que el autor borra o intenta borrar los signos de su expresión supuesta y sospechosamente inútiles.

De ahí que el genial autor de la elogiada novela “Paradiso” (1966) pensara que lo más parecido a un escritor es un mayordomo…

Usted saca de la alfombra las astillas inservibles del basural del mundo y los va amontonando en un rincón de la casa, hasta que se da cuenta que éstas en romería dicen más de sus habitaciones interiores, que los objetos que pueblan su contorno.

Para un escritor, borrar es poner en blanco y negro su identidad.

Es decir; borrar es moldear el vacío y la esencia del otro tremebundo que le signa. El lápiz se desliza sin preocupaciones por la superficie, y la borra se encarga de exhumar los cadáveres andantes que la lengua y la conciencia hacen suyos.

Pero si escribir es borrar, como especulamos argüía el autor de “Analectas del Reloj” (1953), ¿adónde y en razón de qué aparece o reside el temor al cacareado fantasma de la página en blanco?

Al escribir borramos nuestro absurdo descreimiento. Ocultamos nuestra real identidad expresiva. Asesinamos a nuestro auténtico ser, devenido ágrafo desde la Creación y anónimo desde la expulsión del Paraíso…

Es una paradoja colosal: el mito de la expresión artística como sujeto emergente de nuestra secreta mismidad, no es sino la forma más efectiva de castración y ocultamiento de nuestro otro caótico.

(Ya en “Trópico de Cáncer”, el controversial novelista estadounidense Henry Miller (1891-1980), dijo aquello de que “el caos es la partitura en la que está escrita la realidad”).

Al borrar, develamos lo que nos conmueve. Mostramos las heridas en el acto mismo en que intentamos ocultar el dolor. Damos vueltas de impostor alrededor de la incertidumbre, porque la duda es la afección interior que da origen a lo trascendental-creativo.

De modo que; dudar es crear; escribir es borrar y borrar es la acción casi litúrgica, donde damos gracias a la Divina Providencia por la fértil agonía de nuestro eterno abatido.

Las letras fingen nuestro pavor, dándole cuerpo verbal a nuestro encono simbólico.

Las letras son signos y símbolos de la ausencia. Imágenes de la orfandad. Susurros de la melancolía.

Fingen significar y representar todo un mundo de alegorías y alucinaciones, cuando lo que hacen es servir sólo de canal para vestir las innumeras transmutaciones que sufre el hombre, transpuesto en los códigos secretos filtrados por la tristeza y la nostalgia.

Las letras dicen mucho cuando callan y representan mucho mejor cuando están ausentes de nuestro yo creído -ese  “maldito yo”, referido por el escabroso y sin par silogista rumano Emil Mihai Cioran  (1911/1995)- simbolizando la desmemoria de nuestro airado silencio.

Quizás lo que bien podría justificarlas es la cadencia. El “tempo robatto” entre un giro imponderable o una metáfora reveladora. Las letras son las despresencias del lector. Su azoro. Porque como me dijo una vez el magnífico Federico Henríquez Grateraux (1937), parafraseando a Sir Winston Churchill, (1874-1965):  “se trata de un misterio dentro de un enigma”.

Al borrar lo escrito, descubrimos la espesura de nuestro vacío. (¡La vastedad de nuestro bosque fantasma!), Quitamos blancura de la página. Eliminamos del sueño la superficie, para que salgan airosos los acentos profundos e invisibles que dan tono, melodía y sentido a nuestros cadáveres amados…

¡Escribir es borrar con fe!

El Nacional

La Voz de Todos