Opinión

Patanistas imprudentes

Patanistas imprudentes

Ignoro lo que ha sucedido con el chofer de patana que se saltó al carril de las bicicletas y que luego se descubrió que apenas tres meses antes había asesinado a 18 personas que venían en un minibús de una peregrinación, y digo asesinado porque eso fue exactamente lo que pasó cuando rebasó en una curva y los enfrentó de frente. Tres meses después andaba en la calle con todos sus papeles en regla y yo preguntaba cuál era el dueño de la patana, porque ahí estaba el problema.

Ahora también ignoro el nombre del dueño de la patana de un joven de 26 años, chofer de camión, que el lunes a las siete me embistió en el malecón, cuando yo rebasaba a una guagua que tenía detenido el transito con sus múltiples paradas.

Tanto él como yo vimos la posibilidad que se abría para rebasar, pero él se metió en mi carril y si no es por los gritos de mi amiga Dinorah y el violento giro que di hacia la derecha no estuviera escribiendo este artículo.

Estoy convertida en un mapamundi, llena de hematomas, pero viva, gracias a Dinorah.
Maravillosas cosas ocurrieron: El servicio del 911 vino enseguida.

Una joven médico de la UASD se apersonó enseguida y fue ella la que me sujetó la mano, buscó agua y me pedía que no me preocupara hasta que llegara el 911. Otra joven, también médico, se acercó a auxiliarme y también la gente que se congregó al lado de mi vehículo que fue impactado de tal modo que no tiene arreglo y tendrá que regalarse o venderse como chatarra.

Nadie entiende cómo estamos vivas y se han apersonado las amigas de Dinorah a hacer cadenas de oración dando gracias a Dios porque es raro que alguien sobreviva a un choque contra una patana de esas dimensiones que venía a mil por el lado contrario.
Lo cual me motiva a escribir este artículo. Definitivamente las patanas no deben transitar por el malecón. Primero porque viajan a una velocidad insólita en medio de una ciudad con tanto tránsito.

Segundo, porque sus choferes se creen todopoderosos y con su poder de aterrorizar a los pobres mortales que manejamos vehículos normales sobrepasan, o se imponen, a fuerza de bocinazos. Tener una patana detrás es un terror que todos experimentamos en las carreteras, pero que no deberíamos experimentar en la ciudad.

El malecón es, en Santo Domingo, nuestro único solaz. Viajar por el a diario nos hace bendecir el lugar donde vivimos, el maravilloso mar, los barcos en espera, los novios que se atreven a besarse, los pescadores. Por favor, ayúdennos a no convertirlo en un cementerio más.

El Nacional

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