Opinión

Poder de la imagen

Poder de la imagen

La imagen, desde las cavernas, ha sido —más allá de la búsqueda— un motivo de reflexión para el ser humano. Nietzsche, en “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” (1873), escribió que “todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema, esto es, de disolver una imagen en un concepto”. Esa afirmación de Nietzsche es una evolución teórica del amplio camino que ha recorrido la imagen desde el mismo nacimiento de la antropología cultural.

Hans Belting, en su libro “Bild und Kult. Eine Geschichte des Bildes vor dem Zeitalter der Kunst “, 1990, arguye que la ampliación del concepto imagen se debe indiscutiblemente al Renacimiento: “La imagen no es tanto un fin en sí misma como una actividad social, no está determinada por el qué sino por el cómo, por su rol en la vida pública y su función en la identidad colectiva”.

Belting es específico cuando alude a que la imagen antes del Renacimiento no era, propiamente, considerada como arte: “Desde los más remotos tiempos, el papel de las imágenes se ha manifestado por las actuaciones simbólicas realizadas a favor suyo por parte de sus defensores o, en su contra, por sus detractores.

Las imágenes se prestan tanto para ser exhibidas y veneradas, como para ser profanadas y destruidas. Éstas, en tanto sustitutos de lo que representan, obran específicamente provocando manifestaciones públicas de lealtad o deslealtad”.

Belting describe el desacuerdo fundamental entre la iglesia ortodoxa y la católica, en 1054, cuando el delegado papal proclamó el cisma de la iglesia en Constantinopla y criticó a los griegos por presentar la imagen de un hombre mortal en la cruz, con lo que representaban a Jesús como un muerto (y explica que) de igual manera, cuando los griegos llegaron a Italia para el Concilio de Ferrara-Florencia de 1438 —en pleno Renacimiento—, fueron incapaces de orar frente a las imágenes sagradas occidentales, cuyas formas no les eran familiares, provocando el rechazo del patriarca Gregorio Melisenos, quien argumentó luego que “cuando entraba en una iglesia latina no podía orarle a ninguno de los santos allí retratados porque no los reconocía y no aprobaba la manera en que lo retrataban”.

La imagen religiosa no fue aceptada por la iglesia hasta principios del Siglo XI, cuando el catolicismo comenzó a desprenderse de su pasado judío, aunque en Nicea II (787 d.C.) se formuló de acuerdo a determinados preceptos teológicos, y la imagen fue creciendo —más allá de la estética religiosa— como una presencia que ha venido alimentando el sistema mediático hasta alcanzar su plenitud.

Hoy, la imagen se ha convertido en la protagonista esencial del conocimiento, ya que la información no es posible sin ella. Por eso reafirmo —cada vez más— que los egipcios, mediante su escritura ideográfica demótica (jeroglíficos), abrieron el camino a su majestad la imagen. No, no es posible vivir sin la imagen y su presencia es sinónimo de poder político.