Opinión

Poder y autoridad

Poder y autoridad

El poder se compra, alquila, presta, delega o traspasa, mientras que la autoridad sólo se gana. Simplemente, se tiene o no se tiene. Cuando deriva del poder es pura fantasía. La verdadera  no siempre se adquiere, ni se conserva por el solo del uso del poder. Cuando se impone, con el dinero o las armas,  es cualquier cosa, menos autoridad, exclusivo material con el que se construyen los líderes.  

  “Cada hombre ama su propio momento de autoridad,” acota el Poeta. Plena cuando actúas sin más limitaciones que la que deviene de la ley. Siendo así, el poder te ofrece la más amplia gama de atribuciones, en todas sus formas, apreciables y respetables a veces. Desdeñables y perversas, otras tantas.

Nuestras débiles instituciones democráticas representan un pasto de cultivo para la maldad, en todas sus formas. Es decir,  como jefe del Estado, puedes ser lo malo y perverso que te dé la gana, o lo virtuoso y bondadoso que desees. Ángel o diablo. No hay leyes ni coraje para frenar y encarcelar a delincuentes refugiados  en el Estado. Pasto de cultivo de falsos valores y hombres mediocres encumbrados por el solo hecho de utilizar los fondos públicos.

No hay que ser un genio para alzarse con el santo y la limosna mientras se es Presidente. Basta no tener escrúpulos  para poner precios y comprar voluntades. Asisten al festín de esta farsa sus cómplices, primos, cuñados, amigos, políticos, abogados, periodistas, empresarios, intelectuales, artistas, sindicalistas, religiosos, empleados, contratados, en fin.

En medio de este bacanal, puedes armar, no sólo una candidatura de papel, sino un congreso de títeres, tribunales, altas cortes complacientes, una suerte de aparato  de poder portátil. Condición pasajera  que la historia se encarga de revertir, a pesar del olvido. Reducido y atrapado en sus miserias, el dirigente que toma este camino le importa muy poco la gloria reservada a los grandes hombres.

Confía, apenas, en la comprometida gratitud de los historiadores a su servicio. Los embriagados de poder son seguros candidatos a engrosar el club de sátrapas destronados, que alguna vez llegaron a creerse la historia de su inmortalidad.  El estadista estándar que reciben un mandato finito y limitado es un tipo corriente y sin importancia  para este endiosado personaje de novela, muy cercano al ya vetusto realismo mágico que cobrara espacio entre escritores sudamericanos durante los 60, 70 y 80 del siglo pasado. Triste caricatura del poder que posteridad condena, inevitablemente. También las presentes generaciones, cuando se envalentonan.

El Nacional

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