Opinión

Quintaesencia

Quintaesencia

Constitución y progreso
La República Dominicana, como país atrasado y dependiente que es, está condenada a fracasar en cada uno de sus intentos por rebasar las condiciones en que se desenvuelve, salvo que los sectores dominantes y un amplio segmento de la población comprendan el papel que juega la Constitución hoy. Esa es una verdad de Perogrullo, pero en nuestro país hay que repetirla.

 Don Narciso, el padre del prócer Francisco del Rosario Sánchez, le dijo más de una vez, convéncete Francisco: éste será un país, pero nación nunca. José Ramón López nos definió como un pueblo de ayunadores que no podía pensar. Y Américo Lugo afirmó que somos un pueblo que no tiene la categoría de nación. Posteriormente, Peña Batlle, Joaquín Balaguer, entre otros, pensarían y actuarían en la vida pública convencidos de esas ideas. Son la quintaesencia del pesimismo o del ¿realismo?

 Nadie lo dude. Podemos superar esos pronósticos cuando entendamos que el respeto al orden constitucional es la garantía del progreso nacional.  Esto así porque el atraso económico, social y político que sufrimos nos impone una vida miserable.

Sin desarrollo económico no puede haber progreso social, y sin progreso social es imposible alcanzar un orden político aceptable. Para comprobar esa inevitable interrelación de factores, basta con recordar que una crisis económica genera una crisis social. Y estamos entrando a una de las peores crisis económicas que ha conocido el mundo, porque es global y porque los países desarrollados la van a transferir sin piedad a los países pobres.

La crisis social se manifiesta con el descontento. Las grandes masas se desesperan ante su miseria agudizada y comienzan a ejercer su derecho a la protesta y a otras acciones sin control.  Conscientes o inconscientemente, perciben que el orden social en que viven no está bien y procuran cambiarlo sin medir consecuencias.

 Ante esa alteración del orden establecido, la crisis social  asciende a crisis política. El gobierno se ve obligado a actuar para controlar las protestas y el desorden social que producen. Si esas manifestaciones se generalizan, entonces reina el caos y la anarquía. El gobierno, sin importar los métodos represivos o persuasivos que emplee, puede perder el control de la situación. Así las cosas, entraríamos en un período de ingobernabilidad que sería la más alta expresión de la crisis política.

 Tanto la crisis económica como la social y la política crean las condiciones para que surjan gobiernos autoritarios, de fuerza.

 Sin que se pueda evitar, a partir de ese momento los derechos fundamentales, las garantías de una vida digna y decorosa de las personas se convierten en reclamos de ilusos que no renuncian al derecho de soñar.

 Para algunos ese panorama puede lucir exagerado, pero nuestra historia republicana está preñada de ejemplos que prueban lo fácil que pasamos del orden establecido al desorden desenfrenado, de gobiernos liberales a conservadores.

 Ningún país ha progresado si no establece un orden jurídico que sea respetado por gobernantes y gobernados, por dominantes y dominados. Y la expresión más alta de ese sistema es siempre la Constitución.

 Ahora bien, como todo poder quiere más poder, y para lograr su objetivo viola la Constitución y los derechos fundamentales, hay que controlar al poder. El controlador del poder en el mundo de hoy es el Tribunal de Garantías Constitucionales o la Sala Constitucional especializada e independiente. Esta jurisdicción es la que garantiza el respeto a la Ley Suprema. El Tribunal Constitucional, no otro, es el que impone el poder de las normas constitucionales a las normas del poder. Esto es, impone los derechos de las personas y el orden institucional a los abusos y atropellos de los gobernantes. Sin Tribunal Constitucional jamás saldremos del atraso y la dependencia.

El Nacional

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