Opinión

¿Regla de qué?

¿Regla  de qué?

La nobleza de José Francisco Peña Gómez no tenía límites. En ocasiones, tal cualidad lo conducía a asumir comportamientos ingenuos y a tomar decisiones políticamente improcedentes, de cuya buena intención nadie puede dudar. En varias oportunidades pagó alto precio por su bondad y fue el primero en reconocer a posteriori que había sido traicionado por su corazón gigante.

En medio de reiteradas trifulcas derivadas de ambiciones desmedidas que suelen caracterizar nuestros políticos y que, en esa ocasión se manifestaban en disputas por tener hegemonía en los bufetes directivos de las salas capitulares, al líder perredeista se le ocurrió proponer lo que con el paso del tiempo quedó consagrado como la regla de oro, que del precioso metal no tiene nada, al contrario, es una herrumbre perniciosa que contamina todo lo que toca.

Aquel esperpento consiste en que los concejos de regidores eligen como presidentes y tesoreros de ayuntamientos a personas con la misma filiación partidaria del alcalde. Como era previsible, las consecuencias no se hicieron esperar y a la mal llamada regla debe ser atribuida parte importante de las causas que han determinado el pésimo desempeño que han tenido cabildos donde la misma ha sido aplicada.

Eso se ha traducido en la desaparición de toda posibilidad de fiscalización a gestiones de alcaldes; al contubernio entre estos, el tesorero y los regidores que forman parte del mismo y, sobre todo, al reinado de la impunidad.

Quienes propugnan por la preservación de un adefesio de esa naturaleza son quienes no aceptan el ejercicio político y las gestiones administrativas con los consiguientes contrapesos, los que solo conciben los liderazgos soportados por mayorías mecánicas, donde es posible hacer y deshacer sin que se produzcan las consecuencias correspondientes ante lo indebido.
Ahora bien, aquellos que propugnan por el cese de la ignominia comentada, deben tener conciencia del compromiso que asumen propiciando que el presidente y el tesorero de la sala capitular sean de un partido distinto al del alcalde.

De ninguna manera eso puede traducirse en falta de apoyo a buenas iniciativas; en obstrucción politiquera a prácticas promisorias con el solo propósito de que los adversarios no deriven beneficios de las mismas.

La correcta oposición a la continuidad de este absurdo mecanismo debe hacerse sobre la base de un ejercicio opositor responsable, participativo y colaborador, con el objetivo de que los municipios sean los reales ganadores de lo que debe ser un límpido juego democrático.

El Nacional

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