Reportajes

Se busca, vivo o muerto, a un impostor llamado Jimmy Sierra

Se busca,  vivo o muerto, a un impostor llamado Jimmy Sierra

Después que los policías fueron a avisarme para que escapara, Santiago de la Rosa (Chago Balita “U”) “abrió gas” para la calle Martín Puchi y José Caonabo Andino huyó más lejos aún. Yo me refugié en Los Molinos.

Porque, cuando se malogró el último micro mitin, dejamos el barrio encendido. Agitado. Preocupado. “Andan buscando a los muchachos”.

El pueblo, en todas partes, le decía “los muchachos” a los revolucionarios que desde el mismo 1961, tomados de las manos, recorrimos el largo camino hacia la democracia y las libertades públicas, proceso que culminó en 1978:

https://www.youtube.com /watch?v= H7DP7MSZAng

De tal manera, que yo pensaba en hacer algo para ayudar a Ramón Canó (el doctor) quien, ingenuamente, había revelado el complot. Y me enteré del día en que lo llevarían al Palacio de Justicia de Ciudad Nueva.
Todavía yo no era abogado, pero conocía a mucha gente de allí.

Al llegar al lugar, entré por la Francisco J. Peynado, al oeste, en lugar de hacerlo por la Fabio Fiallo. Y, ahí mismo, al subir las escaleras me encuentro con don Canó, el papá del doctor.
–¡Oh, muchacho! –me dice–, ¿cómo estás?

–Bien don Canó, ¿y usted? –¡No me había reconocido!–
–¿Supiste que agarraron a Ramón?

–¿Verdad? –me dije: tierra trágame–.

–Si, un maldito llamado Jimmy Sierra lo puso a quemar urnas… Y el cobarde salió huyendo. Pero ya Ramón lo explicó todo y lo van soltar.

Don Canó me había visto muchas veces. Pero no sabía mi nombre. Trabajaba como guardián en la Lotería.

Era un hombre muy serio. Circunspecto. Formal. Ramón era su hijo más pequeño. Y había nacido con problemas. Quizás por eso sus padres lo querían con pena, con dolor, con angustia. Los padres suelen querer más a esos muchachos desprotegidos. Amenazados. Condenados.

Y, en eso pasa por ahí un abogado, al que llamaban “Pacoa”, que vivía en la Alonso de Espinosa, cerca de la Villaespesa y, al verme:

–¡Jimmy! ¡El teórico!
Don Canó abre los ojos como dos linternas, mientras Pacoa se retira.
–No me diga que el tocayo Jimmy –traté de despistarlo– le hizo eso al doctor… Yo lo creía un poco más serio.

–No… es un hijue…

Y me sigue mirando confundido.

–Entiendo, le digo dándole una palmadita en el hombro. Ahora, fíjese don Cano, yo trabajo aquí en la secretaría. Voy a subir para agilizarle lo de Ramón, para que salga cuanto antes.

Y subí por la escalera de esa parte este, bajando por el oeste para escabullirme de la manera más furtiva.
Al doctor lo liberaron ese mismo día.

Después, yo commencé a ir al barrio para entrar por minutos a mi casa, pasando solapadamente por las calles. Exhibiéndome. Mostrándome. Exponiéndome. Para no perder influencia entre “las masas”. Siempre con el mismo saco (chaqueta) que Eduardo Oller y otros amigos llamaban, a mi espalda, “El asesino negro”.

Hasta que ocurrió lo impensable. Fue una tarde en que estaban todos los muchachos en la esquina 23 con Villaespesa, en el colmado de don Oco, frente a “Los Bemba”, degustando conconetes, masitas, dulky-boys, mabí de “bohuco indio” y otras delicatessen de la época.
Bien cerca de ellos, sobresalía don Canó.
Echándose fresco con un cartón, tenía la barriga al descubierto y dejaba que sus dos manos colgaran libremente por la parte posterior de su silla.

Al verme pasar por la otra acera, la muchachada me voceó:

–¡El teórico Jimmy Sierra!
Don Canó, al comprender el engaño, gritó fuera de sí:
–¿Ese es el maldito Jimmy Sierra? – mientras ya yo doblaba por la Peña Batlle, donde abordé un concho para escapar vergonzosamente.

Él le contó la historia a los muchachos que, disimulando la risa, le siguieron la corriente:
“Jimmy es un charlatan”, “un sucio”, “un sirvenguenza”.

Después, el pobre doctor no duró mucho. Dejó, tan solo, una fragancia de dolor en la barriada. Un sabor amargo a desconsuelo. A congoja. Y pesar.

Pero, unos años más tarde pasó algo extraño cuando me vi, cara a cara, con don Canó.

Lucía atormentado. Atribulado. Prisionero de una gran congoja. Y, en lugar de reprocharme, me dió una mirada llena de ternura. De afecto. De amistad. Y, conprendiendo que yo le correspondía me extendió la mano para decirme:

–Ramón te respetaba… él te quería… tú no le hiciste daño…

Me dio la impresión de que hubo algo en mi que le trajo la imagen de su hijo.
Le recordó su silueta.
Su aroma.
Su figura.

Le di un abrazo fuerte. Y me di cuenta de que estaba llorando.

Luego, mientras se marchaba del lugar, en la casa de Pedro el policía, al lado de la compra-venta Mignon, se oía a Piero José, que me hizo sentir que era el doctor quien recordaba a su padre cantando la canción que suena en este enlace:

https://www.youtube.com /watch?v=wRC5j2lQIQA
Yo puedo decirlo.

Yo estaba allí.

El Nacional

La Voz de Todos