Opinión

Silencio elocuente

Silencio elocuente

La palabra, oral o escrita, es la más formidable herramienta de comunicación de la cual podemos disponer los seres humanos. Constituye una virtud hacer buen uso de ella. Eso abarca tres elementos: La forma, el fondo y el sentido de oportunidad. Es decir, manifestar algo de forma correcta y atractiva; con valor conceptual; y en el momento apropiado. Se trata de una difícil tarea que no muchos realizan con brillantez.

Todos, sin embargo, en mayor o menor medida, estamos compelidos a comunicar. En algunos casos, suele ser parte del oficio de mucha gente la transmisión de ideas; fijar posiciones o actitudes ante situaciones determinadas; trazar directrices. En esas circunstancias, dominar ese arte seductor es un imperativo.

En el caso de quienes ejercen liderazgos, comunicar de manera eficaz a través de las palabras resulta casi imprescindible. Es inconcebible un líder en silencio, enmudecido, que no es lo mismo que un líder coyunturalmente callado. Un escenario así es tan inapropiado como un dirigente incontenido. Ambos extremos son trágicos. Aquel que orienta, que señala pautas, que conduce a otros, que dirige, está obligado a hacerlo de la mejor forma posible, con el mayor rigor esperable y en las ocasiones más propicias.

No hacerlo de esa forma, lo despoja de una de sus armas más poderosas y lo aleja del cumplimiento de un deber ineludible frente a quienes estarán siempre a la espera de sus orientaciones. Para eso se asume un liderazgo. Para eso se ocupa un sitial especial respecto a los demás integrantes del grupo. Eso, lejos de ser entendido como un privilegio, debe ser un compromiso.
“Decir es hacer” nos enseñó José Martí. El sentido de esa magnífica expresión jamás puede interpretarse como sinónimo de enmudecer, dando paso a que los hechos hablen por nosotros. Lo que el apóstol antillano quiso decirnos es que no puede haber contradicción entre lo que decimos y hacemos. Que hay que ser coherentes. Esa cualidad tan escasa en estos tiempos.

De ahí que, remitirse a los hechos como justificación del silencio, no es más que una pobre manera de reconocer que no se dispone de los argumentos requeridos para abordar con suficiencia los temas escabrosos que nos puedan plantear. Se trata de un silencio que habla.

Eso es mucho más así, si cuando se asume ese ardid retórico, los hechos se erigen en un ineludible estandarte de descalificación, precisamente de quien a tales hechos está recurriendo.

El Nacional

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