Opinión

Solaz y literatura

Solaz y literatura

Como en casi todas las personas cuyas infancias atraviesan duros vaivenes, el solaz fue mi motivación principal para inclinarme hacia la literatura. Por eso creo, firmemente, que este fenómeno —el solaz— marcó no sólo mi carácter, sino mi propia vida. Como único hijo varón en el matrimonio de mis padres, desahogaba mis angustias y mi soledad en la invención de mundos donde reinaba la fantasía. Por eso, también creo, que el escritor es un oficiante de la fantasía a partir de ese estado de ánimo donde se rescatan, estructuran o destruyen verdades y mentiras.

Cuando el solaz desemboca en una práctica que impulsa a la escritura, ésta se convierte, primero en fantasía, y luego en literatura. Recuerdo que al contar alguna mentira a mis hermanas —adornada de hipérboles y fantasía—, ellas la analizaban y después me interrogaban para saber si lo que les había narrado era cierto.

Aquel ejercicio lo llevé hasta mis profesores y compañeros de estudio, descubriendo que mientras más rimbombantes eran las mentiras narradas, más interés despertaban en quienes las escuchaban, lo que me impulsó a escribirlas. Comprendí, entonces, que cuando la mentira viaja desde la expresión oral hacia la escritura, puede convertirse, o en verdad, o en mito.

Desde luego, lo que descubrí y llenó de algarabía, fue que lo expresado con palabras, es decir lo oral, debía confluir sobre el papel. O dicho en otras palabras, que la historia creada debía mezclarse y coincidir con el discurso de lo que se vive o ha vivido, que no es más que el momento histórico.

“El viejo y el mar”, de Hemingway, convirtió en epopeya un evento cotidiano de pesca porque insertó en el personaje protagónico de su narración —Santiago— el deseo de volver realidad su fantasía o quimera, esa irrealidad que nos aprisiona y que todos llevamos dentro. Así sucedió también con muchas de las historias narradas por Mark Twain y William Faulkner.

Así, el solaz fue el impulso vital que me llevó a escribir para convertir lo aprisionado por mis neuronas en escape. Recuerdo que en San Cristóbal, donde viví desde los siete hasta los doce años, tenía un amigo húngaro, Stefan Dietrich, cuyos padres tenían un guest-house en la avenida Constitución, y que también tenía inquietudes literarias, lo que nos motivó a hacer apuestas sobre quién de los dos podía contar mejor una historia —vivida o inventada— para divertirnos. A partir de entonces el escribir se convirtió en una verdadera obsesión y todo lo que me atormentaba lo anotaba en un cuaderno para iniciar una historia con ribetes fantasiosos.

Luego, a los quince años, comencé a escribir poesía, la que descontinué durante décadas y reanudé a los cincuenta años, al percibir que lo que narraba en ese lenguaje no alcanzaba la fuerza dramática de cómo lo lograba en la prosa. Comprendí en aquel momento que la poesía requería de otros estados de ánimo, tales como la melancolía y el aguijoneo pasionario del amor.

El Nacional

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