Opinión

SUFRAGIO

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Eddy Olivares Ortega

El dinero y los partidos

 

Talento y méritos políticos eran los dos principales requisitos para poder participar exitosamente en la contienda electoral. “¡Dadme un balcón en cada pueblo y seré presidente!” proclamó desafiante el gran orador José María Velasco Ibarra, quien con sus encendidos discursos populistas logró cautivar al electorado para que lo eligiera, entre los años 1934 y 1972, cinco veces presidente del Ecuador.

Sin embargo, ese balcón que no requería más inversión que la que hacían los propios simpatizantes y militantes del candidato para trasladarse a escuchar a viva voz sus promesas de campaña, ha sido sustituido por la televisión, en la era de la videopolítica de Giovanni Sartori.

El líder de hoy no necesita tener talento ni, mucho menos, ser un buen orador. Solo necesita dinero para poder exclamar: ¡Poned los canales de TV a mi servicio y seré presidente! Este es, sin lugar a dudas, el principal motivo de la carrera desenfrenada de los partidos y sus candidatos tras el indiscriminado financiamiento privado.

Preocupado por esa realidad, el gran filósofo político Ronald Dworkin, en “La democracia posible”, reflexiona de la siguiente manera: “Sabemos que el dinero es la maldición de nuestra política. Los candidatos y los partidos políticos colectan sumas enormes para financiar sus diferentes campañas electorales, y esta práctica corrompe la política y el gobierno por muchas y perfectamente identificables razones”.

Entre los aportes más trascendentes de la Constitución del 2010, en cuanto a elecciones y partidos políticos, se destaca la constitucionalización del financiamiento político, mediante el mandato, todavía sin implementar, que le requiere a la Junta Central Electoral, de conformidad con el párrafo IV de su artículo 212, velar por la transparencia en la utilización del financiamiento, reglamentar los tiempos y límites en los gastos de campaña y garantizar el acceso equitativo a los medios de comunicación.

Sin embargo, conforme a los artículos 48 y siguientes de la anacrónica Ley Electoral del 1997, solo el financiamiento público se encuentra regulado, siendo, por lo tanto, el único financiamiento legal percibido por los partidos políticos.

De su lado, el financiamiento privado carece de regulación, limitándose la referida ley a facultar a los partidos políticos a aceptar únicamente la cooperación, asistencia o contribución que provengan de las personas naturales y jurídicas nacionales privadas, las cuales, junto al financiamiento público, constituyen sus únicos ingresos lícitos.

Como se puede apreciar, contamos con un régimen de financiamiento mixto, pero las formaciones políticas solo están obligadas a rendir cuenta por el financiamiento público. En ese sentido, debería resultar muy fácil para los partidos que reciben una significativa contribución privada, cuando disponen de una contabilidad mínimamente organizada, justificar los gastos del financiamiento público. No obstante, ni siquiera así logran rendir cuenta satisfactoriamente sobre el uso de esos fondos.

Ponerle límite a los gastos en las campañas, a las contribuciones que hacen los individuos y las empresas a los partidos y sus candidatos, al uso de los recursos del Estado, así como disponer de la publicación del listado de contribuyente de cada entidad, constituyen un deber que las élites políticas no pueden eludir para incumplir los requisitos de transparencia y equidad consagrados en la Carta Sustantiva. La probación de una ley que no contemple estos aspectos, que son medulares para una democracia de calidad, sería una burla a la sociedad.

El Nacional

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