Opinión

Vivencias cotidianas de allí y aqui

Vivencias cotidianas de allí y aqui

Una madrugada, una mujer despertó con la agradable sensación provocada por su última ensoñación. Sentía, además, hasta de forma física, un amor puro, ardiente, aunque platónico, idéntico al que había sentido cuando se enamoró por primera vez, en su corazón.

Era como si, después de casi cuarenta y seis años, el tiempo no hubiese transcurrido, borrando las huellas de aquella inocente relación. A pesar de no haber vuelto a ver jamás al joven objeto de su afecto recordó, con lujo de detalles esa noche, cuando ella había cumplido sus quince años. No deseaba despertar de su sueño.

Aquella prematura experiencia había sido la primera vez que su mamá la había llevado a una discoteca.

Para la ocasión había regalado a su hija un vestidito de batista perforada blanca que apenas le rebasaba las rodillas. Ambas habían viajado e iban acompañadas, a esa primera salida de la hija, por una tía suya, que vivía en el país extranjero en el que se encontraban. Ésta era hermana de su mamá por parte materna, y madre del hijo de ésta que les servía de dirigente masculino, imprescindible por aquel entonces.

El joven que le llevaba a la quinceañera casi diez años, no era precisamente un “adonis”. Era de mediana estatura, tirando a bajita, y no demasiado agraciado, aunque sí atractivo y cariñoso. A pesar de su todavía corta edad, ya había pasado por la amargura de un divorcio que le había dejado, a su cargo, nada menos que tres hijos a quienes él atendía con premura.

Harto es sabido que, cuando a Cupido le da por lanzar sus flechas, no calcula las consecuencias. Aquella mágica noche, el pícaro dios, propinó una en cada corazón de aquellos dos seres que acababan de conocerse y que eran, “medio” primos. Aunque, para sus progenitoras, lo eran por completo y con todas las de la ley.

No hubo besos, salvo los de trato familiar, ni roces que no se limitasen al de las manos de aquel hombre y aquella incipiente mujercita que, como hemos dicho, cumplía sus primeros tres lustros de vida, mientras bailaron. Ella, en un principio, sólo quería hacerlo como se estilaba en le época; separados, a ritmo de música moderna. Aseguraba, y tenía razón, que era incapaz de dejarse llevar en un baile por otra persona. Su timidez se lo impedía, manteniéndola tensa. Pero él, lógicamente más sabio por su edad y vivencias, supo convencerla. Es más, casi la obligó a aceptar danzar dos baladas entre sus brazos, salvaguardando una distancia respetuosa, obviamente. Pero al compás de una suave música, el dios del amor aprovechó para metérseles en las entrañas a aquellas dos personas. Al separarse, los dos ya lo habían percibido. Las progenitoras nada sospecharon mientras conversaban sentadas tomando sus respectivas bebidas.

La consecuencia de aquel tierno amor fue sólo un regalo que le hizo él a ella: dos vinilos con las canciones que habían bailado. Después, cuando ella partió rumbo a su lejano hogar, empezaron a escribirse cada semana: él a ella, primero. Ella a él, después. Lo más intenso de aquellos escritos fue el que ella le asegurase que él era maravilloso. A lo que él contestó que, si lo era, era debido a que ella así lo consideraba. Unos meses después, esa inocente correspondencia se vio truncada por el descubrimiento de la madre de la jovencita.

El Nacional

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