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Vocación y formación son claves en calidad educación

Vocación y formación son claves en calidad  educación

En mis archivos reposan fotocopias de pruebas aplicadas a muchachos de los decenios de 1940 y 1950. Si llamativas son las repuestas ofrecidas por los sujetos de las pruebas, aún más son los comentarios de los Inspectores de Educación a cargo de compilar los resultados.

Se buscaba por la época la aptitud, es decir, la inclinación. La vocación, subyacente en una aptitud, despertaría más tarde. Si despertaba. Los conocimientos eran, por igual, requeribles.

Por instante traslademos el pensamiento a la figura de don Emilio Prud’Homme. El autor de los célebres versos del Himno Nacional, fue Maestro. Fíjense que no digo profesor, porque por encima de ello, fue Maestro.

Egresado de la Escuela Normal de don Eugenio María de Hostos, ejerció la docencia entre los azuanos. ¡A Compostela de Azua fue a parar este puertoplateño, tras recibir título de Maestro Normal! ¡Y cómo lo lloraron al salir de la comunidad!.

Habrían sentido con mayor dolor su ausencia, de no haber gozado de buenos sustitutos. Porque de la Azua de la cual hablo, situada entre las etapas finisecular y del alba de los siglos XIX y XX, no es la Azua posterior de mediados del siglo XX.

Esta otra y anterior Azua respiró elevada cultura. Tuvo destacados inmigrantes como don Ramón Baldorioti de Castro o don Emeterio Betances, cuyas enseñanzas cubrieron esos suelos. Y parió hijos como el periodista don Miguel Ángel Garrido o el admirado poeta romántico Héctor J. Díaz.

¿Y todo por qué? Por la calidad de la educación. El Maestro Prud’Homme fue muestra de ello.
Cuando la Escuela Dominicana reforzó su crecimiento, en el decenio de 1930, redobló el carácter de esa Escuela, por vía de la formación del docente. Las Escuelas Normales de Primera y Segunda Enseñanza eran internados exigentes. Ocasionales días libres únicamente se concedían en el breve período de vacaciones interanuales. Y en Navidad.

Exigentes formadores de formadores, sobre todo monjas españolas, se pasaban el tiempo reforzando saberes, educación cívica y hogareña o comportamientos sociales del futuro docente. Asignaturas muy particulares se vinculaban a la didáctica de asignaturas determinadas.

Leían en los períodos de almuerzo, pues un lector semanero tenía a su cargo la encomienda.

Se exigían lecturas permanentes individuales, sobre todo de didáctica y pedagogía. No en menor medida se recurría a la literatura universal, aunque las bibliotecas de cada Escuela Normal poseían un rico acervo de literatura del Siglo de Oro. Los resultados de estas lecturas, por supuesto, se reflejaban más tarde en los procesos de la enseñanza.

La calidad por consiguiente, tiene un precio. En una época de pobres y escasos lectores, conviene revivir tiempos pretéritos. No porque los tiempos pasados fueran mejores, pues en el pasado quedaron, sino porque las experiencias válidas no deben desterrarse de la formación humana.

Uno de los graves problemas de la sociedad de hoy es el abandono del libro. La computadora permite resolver tareas escolares y laborales, con una consulta a un archivo digital. Al copiar lo buscado, se ahorra tiempo. ¡Sobra el fajarse a leer, investigar y estudiar!.

¿Lo copiado es ajeno al pensamiento de quien recurrió a tan fácil procedimiento? ¿Y qué importa? Los profesores, comprometidos en extremo con obligaciones personales, prestarán escasa atención a ese origen.

Por supuesto, también esta conducta tiene su precio. Y ese valor se traduce en una sociedad cada vez más atrasada.

Si la sociedad dominicana desea superar el anonadante letargo en el cual ha caído, debe buscar con firmeza la calidad de la educación. Y por supuesto, el docente debe exigir al estudiante que estudie.

Para conseguir ese despertar, la Escuela dominicana está llamada a formar hornadas de nuevos lectores. De lectores de libros y periódicos.

El Nacional

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