Entendí la pasión española por Cuba y su profundo sentido de pérdida cuando recorrí Cádiz. Cerrar los ojos fue sentirme en la Vieja Habana; en el maravilloso puerto hacia Regla, cuya virgen negra es la misma que la de la ciudad, y reencontrarme con la inigualable simpatía de los pobladores de ambos mundos.
Son calles estrechas, con extraordinarios edificios e intrincados vitrales y herrería. Un malecón tan bello como el nuestro y por todas partes plazas y parques, como el de Manuel de Falla, su más reconocido artista. Si algo tiene Cádiz, como toda España, es su homenaje permanente a escritores y artistas, presentes en los nombres de las calles donde Lorca, Miguel Hernández y Galdós indican el camino.
Empero, donde entendí la gran pérdida de España, vía la independencia de las colonias, fue en la Catedral de la Santa Cruz, la cual comenzó a costearse con el apoyo de la Compañía Gaditana de Negros, la cual operó en la ciudad hasta finales del siglo XIX.
De Cádiz partió Colon en su segundo viaje, en 1493, y el último en 1502. En 1509 adquiere el derecho de regentear las naves de Indias y más tarde de desembarcar productos de las Antillas. En 1535 funda el Juzgado de indias y en 1717 logra arrebatarle a Sevilla el monopolio comercial con América, cuya pujanza económica se debió a la esclavitud.
La Catedral se comenzó a construir en 1722, con el aporte de los Gaditanos de las Antillas, por eso uno de los monumentos más impresionantes de la iglesia es el Jesucristo parado sobre un globo terráqueo iluminado, en el cual se ve a los galeones españoles surcando hacia nuestro mar.
Los aportes de los gaditanos de ultramar, presentes en una ciudad donde abundan las palmas reales y los naranjos en todas las calles, explica la suntuosidad de los altares de plata sólida y el oro y las piedras preciosas en el Museo Cardenalicio.
Los trabajos de la catedral se interrumpieron cuando España perdió nuestras islas, por eso, arrodillada a la fuerza frente al Santísimo, mi única pregunta para Dios fue: Tu que todo lo sabes, lo ves y lo prevés: ¿Por qué permitiste la masacre de tantos indígenas y africanos para esta suntuosidad?
¿O es que indios y negros no eran también tus hijos?
Qué tienes tú que ver con este obsceno despliegue de riquezas?
Y con ese sabor agridulce, que es el que siempre me provoca el paso por Europa, me despedí de una de las ciudades más bellas y emblemáticas de la otrora Madre Patria, feliz de que en los nichos de las familias notables, en el sótano de la iglesia, no hubiese un Vicioso.