Concebía su propia muerte como un proceso natural, casi inconsciente, que recibiría para entrar en la nada y disolverse en ella. Fue un hombre comprometido como escritor laureado y libre pensador.
Un ser aferrado al hombre y al futuro. Rebelde, valiente, firme en sus ideas, que consideraba la única defensa contra la muerte, el amor; que esperaba morir como había vivido: Apegado a la ética.
Con la convicción de que debía respetarse a sí mismo, como condición para respetar a los demás; creía que el mundo debía ser otro; no el que vivimos y al que consideraba infame.
Como otros hombres admirables de su generación, exhortó a recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica. Con razón explicaba que se comienza con el olvido y se termina con la indiferencia.
Crítico de los dogmas religiosos o políticos, afirmó (2005), que con la elección del alemán Joseph Ratzinger como Papa la inquisición ha subido al poder, lo que avivó sus diferencias con la Iglesia Católica.
No dudó en decir (2005), que George Bush, Tony Blair y José María Aznar son ejemplos de «mentiras universales». De la democracia capitalista opinó, que es «un instrumento de dominio del poder económico».
Fue un comunista convencido, exclamó una vez (1999): «Ser comunista, socialista, o tener cualquier otra ideología es una cuestión hormonal». Hablaba de los genes, lo que recibimos de los ancestros.
Criticó a los que se aferran al status quo.
Todos le respetaban, si pensaban en su estatura ética. Una prueba al canto: «No he tenido que renunciar al comunismo para llegar al Nobel», dijo al ser premiado.
José Saramago, antes de partir al infinito se confesó (2009): «Yo no escribo para agradar ni tampoco para desagradar. Escribo para desasosegar». Por eso trascendió.