El título de esta columna, de una sola palabra, corresponde a uno de los dos meses del año más importantes en la vida del autor. Mayo, desde luego, es el primero, porque fue en este hermoso mes de las madres y las flores, que vinimos al mundo, hace muchos años. El autor nació aquí, en Santo Domingo, en el año de 1936, cuando nuestro padre, Euclides Gutiérrez Abreu, ostentaba el rango de primer teniente, Instructor del Ejercito Nacional, y nos tocó la suerte de que el médico que realizó el parto de nuestra madre, Rafael Cohén, alias Tato, fundador del Instituto de Maternidad San Rafael, acababa de llegar de Francia en donde había estudiado medicina, especializándose en ginecología. Y fuimos informados, muchos años después, que el primer muchacho que trajo a la vida Tato Cohén, en la República Dominicana, fue el autor de esta memoria.
Nuestra madre nos trajo al mundo en el antiguo Hospital Internacional, ubicado en lo que es hoy la avenida México esquina Rosa Duarte, centro médico de extraordinaria calidad, donado por la Iglesia Evangélica de Estados Unidos a nuestro pueblo en 1930, días después del ciclón de San Zenón y construido, en una manifestación de poder y capacidad, de apenas tres meses. Joaquín Balaguer, siendo presidente de la República, en una decisión con la que nunca hemos estado de acuerdo, devolvió a la Iglesia Evangélica ese hermoso lugar convertido hoy en un colegio de primaria y secundaria.
Pues bien, octubre representa el otro mes de importancia extraordinaria, excepcional, porque el 28 de octubre de 1960, en la Universidad de Santo Domingo, recibimos de manos de nuestra madre el título de doctor en Derecho, acompañado del hermoso anillo de graduación de oro, de 14 quilates, que apenas costó dieciocho pesos dominicanos. Acompañaba el anillo, regalo de nuestra madre también, un reloj Rolex de acero niquelado, de cuerda, que cincuenta y dos años después exhibimos en diferentes oportunidades. Había terminado la carrera de Derecho, aunque en la realidad de la vida habíamos comenzado a ejercer, como picapleitos, peleando en los Juzgados de Paz en la capital de la República.
Desde el primer momento de nuestra llegada a la ciudad en la que estaba instalada la única universidad que existía en el país, tuvimos la distinción y el honor de que llevado por la mano de un prominente abogado de la República, Luis R. del Castillo Morales, ingresamos como secretario a uno de los tres bufetes de abogados más distinguidos del país, la oficina de Rafael Augusto Sánchez Ravelo, uno de los juristas más importantes, de extraordinaria capacidad y seriedad, que en ese momento desempeñaba las funciones de vicepresidente del Senado y presidente de la Comisión de Juristas de ese organismo.