Opinión

(Editorial) La Altagracia

(Editorial) La Altagracia

El Día de la Altagracia, que se conmemora cada 21 de enero es una vieja tradición que sintetiza el sentimiento cristiano del pueblo dominicano. Miles y miles de personas se desplazan a la basílica de Higüey, a través de los más diversos medios, para rendir tributo a la madre espiritual de la nación.

La firme creencia en las bondades de la madre protectora se impone a las necesidades y los riesgos. Con tal de cumplir una promesa o pedir su iluminación para resolver un problema de salud, económico o de otra índole la gente no escatima recursos.

La tradición de la Virgen de la Altagracia data de los tiempos coloniales, cuando en 1512 se erigió en parroquia la villa de Salvaleón de Higüey. Los dominicanos no son los únicos en la región que veneran el ícono cristiano. También en Puerto Rico, Honduras y otros países la imagen es objeto de veneración y devoción.

Por la arraigada creencia a principios del siglo XX, monseñor Arturo de Meriño, arzobispo de Santo Domingo, pidió a la Santa Sede la condición de oficio divino y misa propia para el Día de la Altagracia.

Después de la construcción de la basílica, donde en cada año se oficia una misa a la que concurren desde las más altas autoridades hasta personas de todos los estratos sociales, las romerías al santuario se han incrementado con el paso del tiempo.

Como uno de los pueblos más cristianos del continente, Nuestra Señora de la Altagracia goza de la más cálida devoción de fe en sus poderes. Los devotos confían plenamente que sus males pueden ser curados o sus anhelos satisfechos con su aclamación a la madre protectora.

Por esa sólida devoción la patrona debe derramar preces sobre cada uno de sus hijos que acude, lleno de fe, en su auxilio. Pero también de iluminar al pueblo dominicano para que pueda superar los conflictos que perturban su existencia. Y a encontrar el camino de la prosperidad y la felicidad.

Entre los males que más afectan a la nación la Conferencia del Episcopado citó en su pastoral la corrupción y la impunidad; los feminicidios, la violencia social, el desempleo y la crisis de esperanza en la población. El dominicano, que en múltiples ocasiones ha hecho gala de su firme vocación religiosa, necesita la orientación que pueda proporcionarle.

En aras del principio bíblico que dice ¡Ayúdate, que yo te ayudaré!, una fecha tan significativa como la de hoy debe servir también para reflexionar sobre los aportes que puede hacer cada quien tanto para satisfacer sus deseos como para mejorar las condiciones generales del país, que hoy y siempre ha necesitado de todos sus habitantes para trillar senderos más promisorios.

El Nacional

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