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El animal moribundo Una novela espejo

El animal moribundo Una novela espejo

En esta novela discurre el mundo erótico (amparado en la sexualidad masculina) que se entrelaza a menudo con las infatigables conquistas femeninas de un profesor universitario, llamado David Kepesh de sesenta y dos años, quien se enamora de una joven de veinticuatro.

El ritmo y el sentido de la novela son avasallantes. Con un lenguaje seductor describe los frecuentes encuentros que mantiene el protagonista con dicha joven, hija de descendientes cubanos que han emigrado hacia los EE. UU. Ella es Consuelo Castillo, una mujer de belleza extraordinaria y quien da a entender en ocasiones, que maneja los códigos culturales de una familia adinerada.

En segunda instancia aparece el lastre psicológico de Kepesh que da cuenta de las sucesivas transformaciones que lo colocan al borde de una situación completamente dramática: la pérdida de Consuelo, la muerte de su íntimo amigo y el regreso de Consuelo con un cáncer terminal al que ambos deben enfrentarse.

Si El lamento de Portnoy (1969) fue probablemente «la exploración en profundidad de lo que significa ser escritor», a través de la figura de su alter ego literario, Nathan Zuckerman, en El animal moribundo Philip Roth explora la más tormentosa realidad de la sexualidad masculina: un hombre que actúa en contra del tiempo biológico.

Precisamente ahí se encuentran las claves del novelista ingenuo: la decadencia del hombre frente al drama inevitable de la derrota sexual: ciertos dramatismos y ciertos atisbos de nostalgia y melancolía, mezclados con una inesperada soledad.

¿Por qué presenta Roth estas cuestiones? ¿Acaso hay en la novela algunas claves de la vida del autor? ¿Será Kepesh el alter ego de Roth? ¿O quiere dar muestras de una consciente evolución masculina a la que debemos enfrentarnos los hombres a través de los años? Si esta fue la intención de Roth, probablemente estamos en presencia de un escritor capaz de hacer un retrato evidente de la única condición humana posible: el enfrentamiento del hombre con el tiempo, aceptar el paso de los años de manera pura y simple, sin que nos importen las tareas de cuando éramos jóvenes.

Ignora Kepesh la frase de Margarite Yourcenar: «El tiempo es el gran escultor». Precisamente es el gran escultor de la vida hacia el fin último: la muerte inevitable.

Por estas razones, a lo largo de la novela el protagonista se enfrenta con el mito griego de Cronos. Nunca comprendió el hecho de que, como plantearía Peter Sloterdijk en su libro Eurotaoismo (Seix Barral, 2001) «el tiempo de Cronos discurre en línea recta hacia la muerte. […] a la quiebra de la vida individual ante el tiempo que todo lo devora se impone esta perspectiva. Quien se imagina la vida en el tiempo y el tiempo como un discurrir imparable no sólo se ve morir constantemente, sino que debe imaginarse muerto». A esas coordenadas y no otras debió enfrentar su propia dramaturgia. Por eso enfrentó el vacío, la fatalidad y la nada.

¿Qué objetivos tienen estas reflexiones en la novela? ¿Pensar que ya se agotó el tiempo biológico para dar paso al tiempo imaginario, al tiempo mítico o a la nada eterna como sucede en Pedro Páramo? Dentro de las tensiones del drama amoroso que significó para Kepesh «sentimentalizar» el amor de Consuelo son constantes las reflexiones sobre la muerte, la vejez y el tiempo.

«Es preciso distinguir entre el morir y la muerte, si uno está sano y se encuentra bien, el morir es invisible. El fin que es una certidumbre no se anuncia necesariamente de un modo llamativo. No, no puedes entenderlo.

Lo único que entiendes acerca de los viejos cuando no eres viejo es que su época los ha marcado» (El animal moribundo, 36).
Cuando se es joven el tiempo se mide desde una condición completamente dialéctica.

Se mide hacia adelante, acorde a los proyectos que tienes que realizar, de manera que para el joven el tiempo parece no agotarse. Entre tanto, vas pensando en perspectiva sobre lo que te falta por vivir. Es muy diferente a partir de los cincuenta años cuando la forma de medir el tiempo cambia de perspectiva. Ya el tiempo no es lo que te falta, sino lo que te queda.

Por eso es que mientras envejeces ni siquiera te lo imaginas. Es igual que la muerte que siempre la ves en el otro.

Para el caso de Consuelo (enferma de cáncer) «el tiempo es ahora el futuro que le queda y ella no cree tener ninguno. Ahora mide el tiempo contando hacia adelante, contando el tiempo por la proximidad de la muerte. La ilusión se ha roto, la ilusión metronómica, el pensamiento controlador de que todo sucede a su debido tiempo» (El animal moribundo, 15), lo que significa que para el enfermo al igual que para el viejo, existe una condición acelerada del tiempo, incluso deseperanzadora.

Existe pues, un pánico en torno a la muerte que todavía a miles de años de existencia en la tierra el hombre no ha podido dominar.

El Nacional

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