Según el periodista John Reed, diez días le bastaron a Rusia para estremecer al mundo.
A uno, más limitado, le han bastado ocho días rodando por viejas ciudades del mundo para, al regreso, encontrar un país más estremecido que un amante olvidado, más desparramado que el penúltimo trago de un borracho triste.
País aplazado como tus besos, ay, fundido como un derretido de la barra Payán, o indignado como el marido de una peluquera que no llega un viernes.
Han bastado ocho días con sus noches para que la Asamblea Revisora vaya pariendo una Constitución tan indefinida ideológicamente que mataría al maestro liberal Bosch si la leyera, y ya está matando a Pelegrín Castillo, conservador por excelencia, hoy superado por este PLD tan triunfante y conservador, tan muertecito de Bosch en sus éxitos electorales. (Ahora resulta que, como Nerón, Balaguer fue un incomprendido.)
La nueva Constitución nos parece un esperpento de artículos donde el sustantivo no son los pobres, el pueblo. La pieza que ya hace aguas es un sí pero no, un cinismo con toga, o un gadejo con Cartier.
Cosa ni conservadora ni liberal sino todo lo contrario e incluso viceversa, muy en plan de como se hace hoy la política, sin ideología ni principios, sin más límite que lo que electoral o personalmente pueda afectar o a sus propiciadores y beneficiarios.
Y si esto fuera poco, ocho días de ausencia y me encuentro con la casual visita de Carter y Clinton, para, en plan Dúo Pimpinela, anunciarnos en pleno Palacio Nacional lo inevitable de la fusión de dos pueblos hermanados por la pobreza y los malos hijos.
Una fusión cuyo gran responsable ha sido el Estado dominicano y sus desgobiernos soñolientos y despistados, embriagados de poder, borrachos exitosos en su dejar hacer y dejar pasar y que entre el mar. Pues mire, don Radha, que ya está entrando hasta por los semáforos.
Cuenta la leyenda que Dios necesitó siete días para construir el mundo. A nuestros asambleístas, que no llegan a dioses aunque parezcan príncipes, les han bastado ocho para destruir el nuestro. A este paso, mis próximas vacaciones serán un güiquén en Salinas. Al fin, «siempre nos quedará París», y en el Praga de Kafka, siempre nos estará esperando una primavera de flores rojas en sus balcones.