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El envase de la música

El envase de la música

Cole Porter no solía quejarse de los vaivenes y miserias de la industria del espectáculo. Al fin y al cabo, Porter era un artista que podía crear por amor al arte. Pero es bueno que nadie se llame a engaño porque su quehacer no era trabajar por trabajar sino hacer mucho dinero con lo que escribía. Mucho.

Claro que Porter escribió siguiendo la más rigurosa de las exigencias: hacer música imperecedera. No es que se lo impusiera como una misión (esas cosas se hacen sin más ni más) pero al poner en lo que creaba eso que llaman talento (que puede repartirse en dosis iguales entre un sentido crítico, una imaginación poética, una sabiduría certera y una elegancia seductora), Porter cortejó eso que llaman la inmortalidad.

Es algo que todos buscamos: unos en mayor medida que otros. Tratase de alguien que lleva una vida en apariencia insignificante como de un hombre richacho que vivía para escribir «canciones como huellas dactilares».

Pero seamos honestos y digamos que nadie alcanza a ser recordado si la obra que producimos es apenas una llama débil.

Hablo de obras (pinturas, arquitectura, literatura, tecnología, música) capaces de prender, como mínimo, la curiosidad de una generación. Que no sólo pagará con devoción sino con una divulgación.

Nuestras pasiones son mejores cuando se las comparte.

Incluso si la obra se crea mediante un superficial ruido mediático, será recordada; no porque la publicidad la ayude a transcender sino por su calidad intrínseca. Esa tarea de obedecer a la calidad es lo que le da carácter al oficio del artista.

En música, que es sin duda la más universal de las artes pero también la más frágil, la calidad muchas veces se confunde con el gusto popular. Que es a veces terrible. Y a veces adopta cierta exquisitez. Sin embargo, un creador verdaderamente comprometido con su obra sólo puede cumplir con imponer su visión.

Porter escribió siguiendo la más rigurosa de las exigencias: hacer música imperecedera.

El gusto del público, siempre sujeto a la usura empresarial o a los avances de la tecnología, deberá ser tomado por el artista, únicamente, como un enemigo rumor, una medida para crear sus propias reglas y someter a los demás a ellas.

Las verdaderas obras nos convierten en esclavos, en adictos a un orden superior.

Pero ¿qué ha sucedido desde Cole Porter hasta nuestros días? El propio compositor de «What is this thing called love?» da una idea en una carta escrita a su mujer: «The idea of music as a packaging will eat up the artist, which is only natural considering you can’t sell air wrapped up in paper». Traduzco para beneficio de los que no mastican el inglés: «La idea de la música como un empaque se comerá al artista, lo cual es natural considerando que no se puede vender aire envuelto en papel».

Ese packaging es lo que un amigo llama el envase. Y el envase no es otra cosa que la plataforma para vender música: fonograma, cinta, disco compacto, mp3…

La generación de Porter hablaba de la radio como una de las maravillas del mundo, la fuente de múltiples placeres. Y todavía lo es. Pero la tecnología le dio a los oyentes algo mejor: mayor movilidad y poder de selección.

Eso permitió que los gustos se segmentaran entre millones y millones de sectas y tribus que, por un asunto de síntesis, diremos que se pueden clasificar entre quienes coleccionan música y quienes la descartan.

Es cierto que la plataforma de alguna manera determina el contenido del arte. Porter escribía para el teatro musical, ajustándose a sus leyes. Pero su obra es un modelo a seguir en ese espacio, para no hablar de haber enriquecido un canon de la canción americana.

De vivir hoy, Porter de seguro estaría escribiendo canciones para quienes bajan tracks en iTune porque para él el envase era lo de menos frente al portento de una obra, aun cuando se trate de una obra para entretener. Su visión, repito, era la de un artista.

No tengo que decir que esa visión forma el espíritu de los géneros y, claro, el comportamiento de los oyentes. Es decir, que por lo general quienes escuchan música clásica, jazz o rock, coleccionan; quienes escuchan pop, descartan.

Eso explica que las ventas de música clásica no hayan sufrido la aparatosa caída de otras músicas. Lo mismo con el jazz. Eso explica además que quienes coleccionan música clásica no la bajan de internet porque prefieren el packaging que distingue a sellos como Deutsche Grammophon, Philips Records o Decca. Aquí el envase es tan arte como el contenido.

Las verdaderas obras nos convierten en esclavos, en adictos a un orden superior.

Mi amigo Bob Lefsetz tiene razón: la historia de la música en el siglo veinte ha sido la historia de una industria que ha hecho de los consumidores esclavos del envase. Al abrirse la puerta para robar, quienes no coleccionan, roban. Fundamentalmente porque se consume para descartar.

La idea, desde luego, no deja de ser ingenua pero muchos consideran que la gente estaría dispuesta a pagar siempre que el contenido merezca nuestra devoción.

El consumidor dejaría de serlo para convertirse en oyente, en coleccionista. Yo no voy a decir que el contenido de un iPod forma una discografía. Pero podría. Basta que los artistas no se dejen tragar por el envase.

El autor es crítico de cultura.

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