¿Qué Pasa?

El inigualable arte de los museos

El inigualable arte de los museos

Ese  lujo, ese aparatoso diseño de paredes muertas y criaturas disecadas, es, si hay descuido, el arte de los cuervos. Ese pájaro desconcertante y desconfiado que ama atesorar objetos  ajenos y de dudoso valor, debería ser el símbolo de una que otra institución precavida. Lo paralizado siempre estará bajo la sospecha de alentar la putrefacción o la tradición que  llama a caída.

Todo museo que no intente ser una escuela de enseñanza  y de alumbramiento generacional en vez de la antigualla paralizada en un punto estratégico del absurdo que suele ser esa venerable encrucijada cultural está destinado al olvido justificado. Esa voz se ha degradado junto al lugar que nombra la gramática de los intereses creados y del encanto por exhibir y por destacar. El lugar que nos prepara para las sorpresas como compensación del trabajo que uno se toma en recorrerlo a la espera de ser compensados por el buen arte o la suerte de encontrarnos con lo inesperado no deja de contener alguna dicha.

Esa fascinación debería justificar la permanencia en condición abierta de estos almacenes de cultura. Todo museo intenta ser representación de un momento, un espacio, una instantánea del proceso humano. O el de la naturaleza en el caso de aquellos que  se dedican a coleccionar huesos milenarios de un ser  que desconocía que iba a ser actor  estelar, ya muerto, millones de años después de su protagonismo terrenal. Además de la representación visual que pretende mostrar y demostrar, el museo es una conjunción de símbolos. Una estructura bien diseñada, colocada como paradigma de la novedad o de lo antiguo renovado y remedado para la ocasión es un lugar si no contiene los atributos de la reunión de lo mejor de un pueblo. Hay quienes se cuidan de estos riesgos y logran el impacto positivo. Pero no existe el museo perfecto en ninguna parte del mundo. La perfección expresa una dinámica de la vida en su más excelsa condición de excelencia. Desde el momento en que se propone la escogencia del señuelo al que la gente llama museo hay que tomar precauciones extremas para no inducir al error y a la decepción. Una de ellas consiste en remozar de año en año uno que otro departamento clave para, de ese modo, ahorrarle el tedio a la gente. De lo contrario, el lugar se convierte en un zoológico de criaturas inanimadas.

Es inconcebible algo peor que esa imagen en un diseño que se supone habrá de provocar reacciones de admiración en un público acostumbrado, que no siempre es ingenuo ni descubridora. El buen museo, lleno de una materia que escasea llamada la fascinación, es obra de artistas consagrados.

Lo rutinario arroja culpabilidades sobre una criatura que carece de vida propia y que forja la pieza básica del área a disfrutar visualmente o en términos auditivos. La vanidad del museo es la idea de que todo lo que hay en su interior lo pudo haber producido una deidad adelantada. Hay también débiles destellos de un pasado que se pretende enriquecer con un toque de nostalgia bien maquillada. Pero el equilibrio es todo. Incluso la Naturaleza suele inclinarse por él. Lo caótico, con todo y que despliega formas incomprensibles y provocadoras, recuerda los tiempos en que el tiempo no reinaba del todo. Entonces el universo era un torbellino colosal que ahora no puede ser imaginado siquiera en su inmensa densidad, en su pureza y en su incomprensible noche eterna con destellos que preludiaban un universo insuperable y desproporcionado.

El museo de estos tiempos está obligado a quebrar la coraza de la formalidad cortante sin olvidarse de ser respetuoso de lo que la humanidad ha instituido como interesante y digno de acercamiento y de contemplación.

Está obligado a negar la condición de fortaleza blindada de las artes, a abrirse al pueblo y a los pueblos para que los humildes no sientan el terror de visitar no más que el lujo y el despliegue de alguna forma  inhumana del poder.

El Nacional

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