Millones como Amalia
Vi como se iba transformando su vida paso a paso, aunque ella, sumergida en sus propios problemas, no se asimilaba diferente. Aquel cuerpo bien formado, que meses antes llevaba una ropa tímida y pasada de moda, aquella boca llena de lapiz labial rojo, y sus pies, que se cubrían con zapatos cerrados, bajos y negros, ya no eran los mismos. Cuando llegó a aquella pensión, su meta era inscribirse en la universidad, porque allá, en su casa de un campo lejano, no habían donde hacerlo. Contaba con risas, las anécdotas de su familia, a la que ahora solo vería contados fines de semana. Su mirada dibujaba un inmenso amor por aquellos que eran su principal motivación para prepararse, ya que decía- necesitaba ayudarlos a vivir mejor. Por eso estaba allí, en una pensión muy modesta, dispuesta a pasar por todas las estrecheces para cumplir su meta de superación. Inscribió en la universidad e iba dos o tres dias a la semana porque sus recursos no le daban para más. Todos sus amigos le ayudábamos en sus gastos, al darnos cuenta de que las cosas para ella no habían salido como esperaba. A Amalia la veiamos cada dia menos, pensábamos que era por sus estudios. Pero las pocas veces que estaba con sus amigos, pensábamos que, como se dice popularmente se le habia ido el campo. Su ropa era cada dia mas estrecha, sus zapatos fueron subiendo de tacón y sus labios lucían ahora brillantes y rosados. Un buen dia cambió el color de su pelo, un hombre mayor y buenmozo fue a buscarla a la casa y esa visita se hizo cada vez más asidua. Amalia cambió su pequeño televisor, dormia en otra cama y sus vestidos viejos se quedaron en el zafacón. Un dia llorando me contó que su relación con ese hombre rico, era más allá de un noviazgo, agregando una confesión que me dejó pasmada: no le gustaba estar con él. Pero sí, estaba contenta por lo cómoda que económicamente se sentia. Esa relación terminó y vimos pasar por la habitación de Amalia, otro y otro y otros. Ya era otra. Había cambiado.