Una frase muy acertada reza que los momentos no se repiten, cada uno es diferente. Nunca una hora, una fecha o un ínfimo instante, se vuelve a vivir otra vez, aunque en sobradas ocasiones lo deseemos fervientemente, sobre todo cuando no hemos sabido aprovecharlo a plenitud.
Ese es parte del lamento de Esmeralda, aquella señora de unos 60 años, casada con un hombre tranquilo, buen esposo y padre, pero a quien ella, más que amar se acostumbró, dejando pasar ya 20 años juntos, sin que nada en ella tembrara ante su presencia. De recuerdos estaba llena su mente siempre, y eran esos precisamente los que la mantenían viva. Más que añoranzas eran, eso momentos que nunca aprovechó y que durante muchos años habían sido su mayor angustia. Más de mil veces rogó porque uno de esos instantes pasara de nuevo, porque sabía que con una mirada suya o una simple palabra, su vida hubiera tenido otro rumbo, muy diferente.
Pero no miró, ni dijo nada y esa indiferencia, que no era más que hipocresía, fue la que la hizo compartir su vida con el hombre que hoy es su esposo. Y es que simplemente, al hombre que quiso en realidad, le calló siempre sus sentimientos, nunca le dijo que lo quería desde que lo vio entrar a su oficina la primera vez, y nunca le dijo que sabía, que los años que trabajaron juntos, siempre sintió su mirada sobre ella.
Ambos sabían que se querian, los dos estaban conscientes de que podrían ser felices, pero por mil tontas razones, nunca se lo dijeron. Ella por sentir que él era talvez el hombre que menos le convenía, él, por sentirse confuso sobre los sentimientos de ella.
Los años pasaron un un buen día, ella se casó, mientras que él hizo lo mismo por su lado.
Y ahora, 20 años después, ambos llenos de canas y dolores de reumas, la casualidad los junta en el mismo lugar en que se conocieron, pero ahora sus miradas, llenas de madurez, ya no sienten temor de decirse lo que hace tantos años callaron. Afortunadamente estaban ahí, listos para reparar el error.