Se había acostumbrado a la idea de que ella, la mujer que fue su esposa por más de 15 años, sería suya para siempre.
Su amor por ella era tan grande, que cada minuto de su vida tenía planeado algo, que no sería posible si no era con su compañía.
Luego de muchas incompatibilidades, habían decidido dejarse convencidos de que la relación ya no funcionaba, y el mejor recurso era divorciarse. Y fue así como ella quedó sola en su casa, mientras él se mudó a un pequeño apartamento, desde el cual fue entendiendo a medida que pasaban los días, que aquel problema que lo separó de su esposa, era muy pequeño comparado con el amor que todavía sentía por ella. Y quiso volver, pero ésta no se lo permitió. Pensó entonces que como muchas otras veces, le daría tiempo para desesperarse y luego aceptarlo de nuevo. Pero pasaron los días, meses, años, y ella mantuvo su actitud, mientras él sentía crecer su amor y deseo por ella. Así comenzaron sus luchas internas. La llamaba a todas horas para ver en qué estaba, vigilaba sus horarios de regresos y salidas de la casa. La seguía a todas partes, la pensaba a todas horas y cada día lo iba inundando la rabia por la impotencia por no tener lo que se deseaba y una vez sintió seguro.
En sus sueños solo se veía saliendo de aquella que fue su casa, e intentando devolver el tiempo y quedarse allá, porque estaba convencido de que su ida fue un hecho fatal. Despertaba en las mañanas con un mal sabor en la boca y deseando oler el café, que ella le preparaba antes de irse al trabajo cada mañana. Pero de repente el olor ya no estaba en su sentidos, porque ella no estaba tampoco.
Los años lo fueron dejando cabizbajo, pero ya más tranquilo. Las luchas se terminaron y fue entendiendo que cuando se tiene algo, hay que luchar por ello, pero de cerca.
No hay que irse lejos, con el tonto convencimiento, de que la puerta que una ve se cerró para ti, se volverá a abrir. Y es que… hay buenos carpinteros que la pueden condenar.