La envidia, madre de todas las intrigas
Así como la deslealtad es madre de la traición.
Del bien y del mal estamos obligados a sacar reglas claras y sabias que nos permitan establecer caminos que nos conduzcan a lo que es justo, ético y propicio, sin acércanos a ideales imposibles, pero tampoco caer en extravíos y debilidades que nos lleven a comportarnos con cobardía o a postrarnos en el cieno como vulgares cerdos.
Agregue a esto el olvido cobarde y sumiso, más no como los pobres marranos que además de vivir en el lodo tampoco odian ni guardan rencor, porque eso de poner la otra mejilla está duro, cuando a fuerza de golpes traicioneros te han desbaratado el otro lado. Tampoco así. Porque siempre habrá comentarios buenos y comentarios malos, dependiendo a quienes se le favorece o deje de favorecer.
Sin embargo, consciente estoy que esta condenada envidia es la madre de todas las intrigas. La principal consejera para incentivar la desgraciada obsesión por obtener lo que no se tiene, incluyendo tanto las cosas materiales, intelectuales y morales que otro posee y que por más que los insaciables hijos de la oscuridad pretendan, nunca la podrán obtener, por carecer de dignidad y categoría moral para ponerse ese traje que envidian y los hace enloquecer cada día más en su despreciable proceder.
Estos sujetos están marcados, como si fuesen ganado. Etiquetados dentro de un grupo que adquieren el olor peculiar de la simulación y la perversidad que nunca los abandona aunque traten de camuflarlo, así sea bajo el manto inocente de caperucita, siempre ese olor fétido de lobo hambriento los delata toda vez que abren la boca.
El tipo de individuo al cual me refiero reniega de la historia, quizás porque leyéndola es como si fuese un oráculo que le muestra su triste condición y a lo mejor por ese temor rehúyen el conocimiento de la misma, porque siempre les recuerda que el auge y caída de los imperios y todos aquellos que se llegan a creer eternos ha sido la temible ambición.
Creen saber y conocer todo, razón por la cual caen en el error de especular de que todos los demás tienen que rendirle loas, pleitesías e inclinarse a su paso en un acto sumiso y vergonzoso de genuflexión. Son poseídos por la soberbia, que al decir de Fernando Savater, no es sólo el mayor pecado según las sagradas escrituras, sino la raíz misma del pecado. No se trata del orgullo de lo que tú eres, sino del menosprecio de lo que es el otro, el no reconocer a los semejantes.
Quizás sea por esto que en medio de este rebaño de timoratos e ignorantes que viven hundiéndose en el lodo de la prevaricación, el libertinaje y el escándalo, que reniegan a comprender que no se puede ser bueno en todo y tampoco parecerlo; es que me he vuelto desconfiado del lenguaje, porque nada se presenta como es.
Ni yo ni el río somos los mismos decía Heráclito y que nada dura eternamente, mientras Parménides, cuando se vio forzado a elegir entre guiarse por sus sentidos o por la razón, optó por esta última al considerar que los sentidos nos ofrecen una imagen errada del mundo y que ésta no concuerda con la razón de los seres humanos. Por eso el mundo es como es, un juego entre los contrastes; sin guerra no podríamos valorar la paz.
Esto es todo, y como la teoría se dice que es gris mientras la verdad se viste de verde, que nadie venga con burdas teorías y pretenda presentarnos estos individuos como unos asceta, lo mismo que si fuesen Santos, aunque estos hayan descendido al fondo de los abismos del infierno sin que se les pueda probar en justicia mala acción alguna. Reitero, así no, porque sin lugar a dudas en este medio perverso, en esta sociedad de mascaras y envidias, hay más pecadores verdaderos que santos. Así lo creo. ¡Si señor!.-