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Hacia una cultura de la idiotez

Hacia una cultura de la idiotez

Memes, emojis .-

Mis hijas mayores (25 y 16) se comunican vía memes o emojis. La primera maneja cinco idiomas (sueco, inglés, español, catalán, francés); la segunda habla dos (japonés e inglés). Pero cuando acuden a escribir, ay, a mí me da un no sé qué.

No sólo porque allí se muestran los horrores de su ortografía, sino el pobre manejo que tienen de la gramática. Pero ¡qué carai!, yo las entiendo: ambas pertenecen a generaciones azotadas por la inmediatez y lo visual. Que es como decir, ambas han aceptado la idiotez en el pan y circo que promueven las redes sociales. No dudo que esas niñas (mis tesoros) son inteligentes. Pero si he de ser sincero conmigo mismo, tengo que reconocer que al acudir a esa cultura no hacen otra cosa que apuntalar un sistema corrupto. A saber, si pensar te hace impopular, ¿para qué preocuparse por escribir? Porque escribir bien requiere de pensar mejor. Y eso, claro, espanta los likes.

Todo por la exhibición
Tengo amigos que viajan mucho. Pero no lo hacen para descubrirse, que es uno de los grandes propósitos de viajar, sino para exhibirse. El camino hacia la Torre de Eiffel, por ejemplo, les parece bueno o malo, pero no revelador. Ya frente al mastodonte de metal pocos se hacen preguntas. Cuando se les dice que los franceses (vía Gustave Eiffel) construyeron esa vaina como símbolo de su poder fálico, el falo que persigue a Dios en los cielos, se encogen de hombros. Pero los selfies revelan su intención: fueron a París pero nunca estuvieron en París.

La melodía
Vivo y muero por las melodías. Que hoy muy pocos se preocupan por escribir bien —acaso porque ya nadie se interroga en el misterio de ese lenguaje musical. Cuentan que Charlie Parker, cada vez que podía, se iba a Nashville a escuchar a los trovadores de la llamada country music. Luego subía a Kansas y repetía lo que llevaba en la cabeza a las vacas que pastaban en los campos. Cuando los hipsters de Nueva York le preguntaban, “¿Y por qué?”, el hombre respondía: “Porque las vacas no tienen miedo de oír con el corazón”.

Que es otra manera de decir que las vacas rechazan las muchas chapuzas que hoy pasan por música. Una melodía —dulzona, áspera, fragmentada e incluso clichosa— es capaz de sacarme de la más incordiosa de las depresiones. Tal vez por eso me sorprendo escuchando a los mismos de siempre: Elliington, Mingus, Monk. Tres gigantes que en su época ya eran modelos de avanzada.

Música excrementicia
Para explicar a Jorge Luis Borges, el uruguayo Emir Rodríguez Monegal acudió a una imagen que yo no consigo olvidar. “El maestro tenía a su alcance más de 30 adjetivos de una sola palabra, pero seleccionaba el que le parecía el más científico, el que permitía que el lector se regodeara en el fuego de la prosa”. Por eso Borges no enseña a escribir: enseñar a leer. Traigo este ejemplo, sin duda jalonado por los pelos, cada vez que me toca explicarle a un joven mínimamente inteligente eso que llaman reguetón.

Los reguetoneros han aprendido a contar hasta cinco. Puede que uno que otro sepa contar hasta diez. Pero de ahí no pasa. Es cierto que un músico bien formado también puede acudir a las fórmulas. Pero tiene conciencia de que la mierda, tarde o temprano, merece el descarte que supone mandarla inmediatamente a las alcantarillas. En cambio el reguetonero defeca (vamos, le sale natural) y se siente orgulloso del resultado. Ese orgullo le viene sin dudas de un público dispuesto a seguir la bazofia en su viaje por la tubería.

Belleza e inteligencia
Las mujeres inteligentes —a más, mejor— son mi debilidad. Tanto es así que cuando alguna consigue zurrarme con la cabeza, me hace el mejor de los favores. Que me reservo porque mi mujer, que es hermosa y altamente inteligente, es también de armas tomar. El francés Patrick Modiano suele decir que el erotismo siempre viene de la inteligencia. Seguramente lo tomó de Coco Chanel. Que a su vez lo tomó de Colette. Poco importa.

En “Tres desconocidas”, Modiano cuenta una anécdota deliciosa. Un hombre de holgada fortuna logra conquistar a la mujer más hermosa de su comarca. Pero la mujer, que es una muñequita monona, como hecha de porcelana, es burra como hasta decir uy. Su poder erótico consiste en exhibirlo todo sin que nada quede en la imaginación. Entones el retozo deviene banalidad, puro bostezo. Todo lo contrario de una putilla local que se ha leído todo lo de Balzac, todo lo de Tolstoi, todo lo de Flaubert… Modiano no lo cuenta, pero lo sugiere: las erecciones del hombre son espectaculares y así se mantienen sin que haya penetración o manoseo. Ese erotismo nos permite experimentar la más cojonuda paradoja del verdadero orgasmo, que nos coloca al borde de la muerte para dejarnos al otro lado de la vida.

El autor es crítico cultural.

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