Antes de ser condenado a tres meses de prisión y al pago de una multa por una acusación que no pudo probar, Mikael Blonkvist, periodista de investigación y alma de la revista Millennium, había publicado La hora del templo, una obra a través de la cual endilgaba a los editores económicos falsear o callar la verdad para no comprometerse. O proteger sus intereses. Blonkvist, que pese a su experiencia cayó en una emboscada que le tendió el magnate Hans-Erik Wennerström al hacer que le proporcionaran datos falsos sobre sus sucias operaciones, no se amilanó. La repercusión del caso motivó a otro empresario a contratarlo para investigar la desaparición, desde hacía 36 años, de una adolescente, a cambio de lo cual le garantizaba, entre otros beneficios, datos concretos para desnudar a Wennerström como un banquero mafioso. La historia de Mikael Blonkvist, uno de los personajes centrales de Los nombres que no amaban a las mujeres, la novela del sueco Stieg Larsson, invita a reflexionar sobre el papel de la prensa, sobre todo en países como Estados Unidos, tras el surgimiento y desarrollo de estafadores de la dimensión de un Bernard Madoff. Al cabo de 50 años las operaciones financieras de este truhán no consiguieron desperar la menor curiosidad en una prensa que se ha ganado el calificativo de buque insignia de la flota del buen periodismo, que había provocado incluso la renuncia de un Presidente, como fue el caso de Richard Nixon. Si la de aquí se pasa por alto se debe a que sencillamente ésta todavía no ha alcanzado esa independencia, que tampoco tiene la sociedad, para investigaciones como la que permitieron a Blonkvist retratar a empresarios corruptos ni para destapar escándalos como el Watergate. En términos generales, es posible que también por aquí se calle más que lo que se publique. Y no porque no se puedan demostrar muchas cosas.