En una calurosa mañana de las vacaciones del 1951, mi amigo Johnny Harootian y yo nos dirigíamos hacia el balneario “La Toma”, distante a unos seis kilómetros de San Cristóbal. Este afluente del río Nigua, debido a la pureza y rico contenido mineral de sus aguas, fue la primera represa construida por los españoles, en 1520, y servía hasta poco tiempo de acueducto para San Cristóbal y las poblaciones vecinas.
Trujillo, como “La Toma” se encontraba dentro de los terrenos de la “Hacienda Fundación”, la convirtió en una piscina privada, aunque la ciudad de San Cristóbal —y el país— podían tener acceso a ella con el permiso, desde luego, de las autoridades. Yo contaba entonces con diez años de edad y mi amigo Johnny con ocho.
A mitad de camino entre La Toma y San Cristóbal, Trujillo había construido en 1940 su residencia campestre, a quien todos apodaron “La Caoba”, levantada al pie de una colina y rodeada de árboles. Frente a “La Caoba” se erigió un puesto militar para proteger la residencia.
Al acercarnos al puesto militar, Johnny y yo vimos pasar por nuestro lado un carro, el cual aminoró la marcha y se detuvo delante de nosotros; ambos nos miramos asustados cuando el vehículo dio marcha atrás, llegando hasta donde nos encontrábamos. Al detenerse frente a nosotros observamos en el asiento trasero al hombre que veíamos transitar a menudo por la Avenida Constitución de San Cristóbal, y al que todos llamaban El Jefe.
El rostro de Trujillo, resplandeciente bajo un sombrero de palma toquilla, cuyas alas se movían nerviosas por la brisa, se volvió hacia nosotros y su boca se abrió, brotando de ella tres palabras que sonaron aflautadas, poderosas, articuladas para despertar temor:
—¿Adónde van ustedes?
Johnny Harootian, de sólo ocho años de edad, me miró asustado, como pidiéndome que fuera yo, el mayor de los dos, quien contestara aquella pregunta.
—Vamos a “La Toma”, señor…
Observándonos de arriba hacia abajo, Trujillo comprendió que no éramos dos huérfanos, ni que estábamos allí para hacerle daño —ni a él ni a sus vacas—; por lo que el hombre más respetado y temido del país percibió que esos dos niños con trajes de baño en sus manos decían la verdad. Entonces, esbozando una sonrisa que parecía un rictus de aprobación, de benevolencia, de permitir que aquellos muchachos siguieran su camino, nos preguntó por nuestros padres:
—¿De quiénes son hijos ustedes? —preguntó a sotto voce, como para que soltáramos el miedo que nos envolvía.
—Yo soy hijo del capitán Castillo, y él —dije señalando a Johnny— de Jack Harootian, hijo de Miss Mary, la profesora de inglés.
Casi sonriendo, Trujillo volvió a mirarnos de arriba hacia abajo, y lanzó como un torpedo:
—¡Oigan, si van a tumbar y comer mangos, no dejen las semillas en los potreros para que no se ahoguen! —y entonces ordenó a su chofer que prosiguiera la marcha.
Johnny y yo, cuando perdimos de vista el carro nos acercamos a las vallas de púas que protegían los potreros de la hacienda y orinamos a más no poder, respirando fatigosamente. Cuando terminamos, casi automáticamente enfilamos el camino de regreso a San Cristóbal y nuestros hogares.