El teatro es la vida. Y la recreación de existencias, historias, fantasías, confrontaciones, miserias y cuanto imaginable pudiera darse. Cuando el teatro logra con acierto representarse a sí mismo, jugar con los planos de la realidad y la escena, desdoblar cinco, seis y hasta siete veces un mismo personaje, jugar alternativamente con las percepciones de lo real y lo contado, y dejar a un público pasmado, entonces se puede proclamar que todo el esfuerzo de meses, a veces de años, para un montaje que tendrá efectos en dos fines de semana, justifica todo el peso emocional para alcanzar éxito, aplauso y el recuerdo grato que tiene el aroma de lo trabajado a fondo.
Tal es el sentimiento que conquista al espectador cuando ha visto un trabajo escénico tan bien logrado como La Venus de las Pieles, con Josué Guerrero (efectivo en sus roles, incluyendo el de simulación de mala actuacióin) y una sorprendente, penetrante, fresca y decidida Laura Lebrón (lo más fresco y auténtico visto en las nuevas generaciones histriónicas), en la Sala Ravelo, del Teatro Nacional Eduardo Brito.
Nada que ver con trucos de mercadeo para atraer incautos por medio de cuerpos femeninos, ni relación con la estelaridad televisiva (recurso no ilegítimo, pero que se regodea en lauros de otro medio).
La Venus de las Pieles, original de David Ives, montada por Proa Producciones, es el tipo de proyectos y que nos permiten exclamar: “¡Que vuelvan a escena, por favor!