JULIO MARTÍNEZ POZO
Es injustificable que Johnny Pacheco haya tenido que esperar veinticinco años de entregas de soberanos, en los premios Casandra, para recibir el suyo, pero más vale tarde que nunca.
¡Misión cumplida!
En more de regocijo reproduzco mi escrito del año anterior:
De los Pepines para el mundo
Johnny Pacheco no creó la charanga, pero la hizo moda en Nueva York; no se inventó ni el guaguancó, ni el cha-cha-chá, ni la rumba, ni el son, ni el mambo, ni el danzón, que a todos esos ritmos les rindió culto, llevándolos a niveles de popularidad insospechados fuera de Cuba.
Pacheco y su Charanga fue un fenómeno de tal arrastre, que en una industria discográfica que no disponía de los canales planetarios de promoción con los que se cuenta hoy, vendió más de cien mil copias de su primer álbum y motiva recorridos de presentaciones por todos los Estados Unidos, América del Sur, Europa y Asia, y se convierte en la primera orquesta que se admite en una presentación en el teatro Apollo de Harlem.
A todos esos lugares la charanga penetraba del brazo de un hombre muy orgulloso de su bandera dominicana, que por demás, crea un ritmo, la pachanga.
En los primeros años del decenio de los sesenta la popularidad le sonrió, como no lo había hecho con ningún otro latino, uno tras otros lanzó cinco álbumes de la charanga- pachanga que se vendieron como pan caliente, aunque la charanga, no Pacheco, disminuiría significativamente su incidencia porque con el triunfo de la revolución cubana menguó la cantera de músicos que se captaban en La Habana para interpretar esa música, entre ellos estaban los violinistas que la Cuba anterior a Fidel Castro producía como nadie.
Pero antes que el aprecio por el ritmo que el hizo popular se extinguiera, del sombrero mágico del propio Pacheco surgió otro, que no tendría frontera continental ante la que detenerse. Obviamente que me refiero a la salsa.
El fenómeno migratorio evoluciona en los Estados Unidos, conforme al envejecimiento de los años sesenta, y para esa población multicultural, que gustaba del bolero y de la guaracha, así como del son y la charanga, hacía falta un ritmo que bebiera en las raíces de las patrias chicas, pero que expresara el movimiento del mundo rascacielado en el que una discriminada diáspora latina le tocaba echar pa´ lante.
Había llegado a Nueva York con la música entre los huesos, a los once años de edad, hijo de un clarinetista de Santiago, que llegó a ser director artístico de la Santa Cecilia, y de reyes no había conocido más juguetes que instrumentos musicales con los cuales se familiarizó: el acordeón, el violín, el saxofón, el clarinete y la percusión, todos los dominaba y los perfeccionó con sus estudios académicos.
Que no puede hablarse de la creación de la salsa sin referir el papel desempeñado por un abogado italo-americano, llamado Jerry Masucci al que Pacheco conoció en el momento preciso en el que la charanga empezada a desfallecer, y éste con ideas, con fe y con capital apoya plenamente a Pacheco para producir y mercadear la salsa.
El ritmo se universalizó e inmortalizó y lo propio ocurrió con lo talentos que Pacheco fue descubriendo para interpretarlo: Pete Conde Rodríguez, Celia Cruz, Héctor Casanova, Justo Betancourt, Daniel Santos, Celio González, Willie Colón, Héctor Lavoz y Rubén Blades, que éste que debe ser en términos de consistencia y áreas abarcadas, uno de los artistas más admirados y conocidos en iberoamérica, laboraba como mensajero interno en la oficina de Pacheco, a la espera de que el maestro tuviera la oportunidad de escucharle, como ocurrió un día a partir del cual Blades subió al firmamento.
No se si fue en broma o en serio que el maestro Tito Puente, considerado como uno de los mejores ejecutores del ritmo, cuando se le preguntó desde cuando tocaba salsa dijo que nunca lo había hecho, porque el era músico y no cocinero, y la salsa se usaba en la cocina para condimentar, que el lo que tocaba era lo que había tocado siempre: mambo, guaracha, chachachá y guaguancó, pero ninguno de esos ritmos hubiese tenido la penetración que alcanzaron sin el sazón y la mezcla de Pacheco.
Me ha contado José Tejeda que en los años setenta, había un solo ciudadano al que se le permitía andar con una inscripción en vez de una placa numerada en un Roy Royce, que decía placa Salsa. Su conducta siempre ha sido la de un ser venerable.
0jalá con la entrega del Soberano al maestro Pacheco, se haya iniciado una etapa en la que no se vuelva a cometer la injusticia de repetir entregas de ese galardón a una misma persona mientras quede una gloria del arte dominicano que lo merezca.