En 1868, tras la gesta restauradora, y luego en 1872, los gobiernos de entonces, abrumados por las deudas, mutilaron la soberanía con el arrendamiento de la bahía de Samaná. En 2010 la historia se repite, aunque con matices diferentes, con la venta a Venezuela del 49 por ciento de las acciones de la Refinería en dación de pago por la deuda a través de Petrocaribe, y con la entrega de la administración de las empresas Edenorte, Edesur y Edeeste como condición del Banco Mundial para desembolsar un préstamo de 200 millones de dólares para mejorar el sistema de transmisión eléctrica. Endeudado hasta la coronilla, el Gobierno ha comprometido la dignidad de la nación con operaciones antipatrióticas para solventar necesidades derivadas del derroche administrativo.
¿Quien quita que mañana algún prestatario condicione algún desembolso a la administración, a través de algún subterfugio jurídico, del puerto de Haina o la venta de otro bien público en los mismos términos de la Refinería? No es verdad que en el país no haya quienes pudieran administrar las Edes con honradez y eficiencia, pero es obvio que el Gobierno parece que no tenía más opción que ceder.
El panorama es tan sombrío que economistas como el ex gobernador del Banco Central, Bernardo Vega, han señalado que en el Presupuesto de 2011 sólo los intereses de esa deuda que ha motivado estos atropellos absorberán un 40 por ciento de las recaudaciones.
Si se agrega otro 40 por ciento destinado para la nómina, el Gobierno está abocado a más empréstitos para mantenerse a flote mientras el país se hunde. De hecho, el Presupuesto contempla préstamos por 97 mil millones, de los cuales 64 mil serán para repagar vencimientos en ese año.
Como son tan variados los argumentos que suelen enarbolarse se tiene que advertir que la soberanía no sólo es legal y territorial, sino también dignidad y conciencia. Sin que nadie se llame a engaño.