Entre las muchas dificultades que nos agobian, y con la Navidad encima, se me ocurre dejar de lado los temas que usualmente abordo para ofrecerles una lectura más agradable a los que me honran leyéndome. Les cuento que mis hijas Rebeca y Amanda suspiran a través de la Bella Durmiente, de Blanca Nieves, de Ariel y las demás princesas de Disney, y a pesar de que mi esposa Chichi y yo estamos mayorcitos para dejarnos seducir por ese mundo de fantasía, lo cierto es que el entorno mágico y las sonrisas fáciles que en él se derrochan, terminan haciéndonos cómplices de los sueños de nuestras dos pequeñitas.
Fue por eso que en estos días volvimos a adentramos en los fascinantes cuentos de hadas del visionario animador estadounidense, fallecido irónicamente antes de inaugurarse el primero de los parques temáticos de La Florida, que terminaría convirtiéndose en destino vacacional de millones de niños, jóvenes y adultos. Los siete mundos del Reino Mágico, el más emblemático de los parques del complejo, flanqueados por el castillo de Cenicienta y por un decorado donde cobran vida los personajes del celuloide, traducen la experiencia en inolvidable.
Cada día se pasean Pinocho, Donald, Pluto, Aladino, Peter Pan y muchos otras figuras de la fantasía que dejan ensimismados a los niños. Y en las tardes, mientras desfilan por la calle principal sobre carrozas al ritmo de un emotivo tema que asegura la conversión de los sueños en realidad, ellos le insuflan vida a este lugar indudablemente especial. En menor medida, los demás parques resultan atrayentes. En los pabellones de Epcot, una exposición permanente del descubrimiento representada por 11 naciones, aparecen de la nada Alicia, Mulán, Pooh, Mickey, la Bella y la Bestia y muchos otros. En fin, Disney es un hermoso destino para escapar de la cotidianidad laboral y la pesadez política, cuya visita bien vale la pena en esta y cualquier otra temporada del año.