Albertina era una niña imparable. Ni ella misma sabía pararse. A todas partes iba corriendo, si algo se le ocurría lo hacía al momento.
– ¡Cuidado que voy! – gritaba al cruzar el reino mágico a toda velocidad.
– Algún día a esta chica le va a pasar algo – decían las hadas del lago.
– O hará daño a alguien- respondían las hechiceras del bosque.
Acertaron las hadas del lago, y en una de sus locas carreras tropezó con un gigante y se rompió una pierna. El golpe fue tan fuerte, y tuvo tan mala suerte, que ya no pudo volver a correr rápido.
Albertina estuvo tan triste que sus padres, magos de primer nivel, decidieron regalarle un veloz pony hecho de golosinas para que volviera a recorrer el reino.
– ¡Genial¡ Ahora además de ser rápida comeré los dulces que quiera. ¡Arre, Arcoiris, vamos a cruzar el lago!
Albertina, tan impulsiva e impaciente como era, arrancaba pequeñas golosinas al pony Arcoiris mientras montaba. Al principio apenas se notaba, pero con el tiempo el precioso pony empezó a verse mordisquedado por todas partes.
– Ese pony va demasiado rápido- decían los druidas.
– Está demasiado delgado, un día se rompe – respondían las ninfas.
Y acertaron las ninfas, porque mientras cabalgaba a toda velocidad, Albertina arrancó la oreja izquierda del pony de un solo mordisco. Este perdió el equilibrio y las pocas golosinas que le quedaban saltaron por los aires.
Albertina acabó incluso peor que la vez anterior. Sus padres sintieron lástima y le regalaron un gran dragón de chocolate. Pero nuevamente Albertina no supo controlarse, y sus ansias por correr y por comer dulces acabaron con ella gravemente accidentada y el dragón convertido en pepitas de chocolate para el desayuno.
La niña volvió a sus lamentos.
– Está muy triste – decía su madre. – Habrá que regalarle algo.
– De acuerdo, pero esta vez algo distinto.
– Sí, algo con lo que no se pueda romper la cabeza, y que le ayude a comer más sano.
Y Albertina recibió un caracol de espinacas, su comida más odiada.
Lloró, gritó, pataleó, protestó y volvió a patalear. Pero no sirvió de nada. Su medio de transporte, su mascota, su mejor amigo, sería desde entonces un caracol de espinacas.
Le tocó preparar bien sus viajes, organizar sus comidas y pensarlo todo antes de ponerse en marcha.
Al principio se impacientaba por dedicar tanto tiempo a aquellas cosas, pero pronto descubrió que también disfrutaba preparando los mejores momentos, y que eso le ayudaba a vivirlos a tope.
Aprendió a apreciar la pausa de su caracol. Ya no le parecía un animal tonto, y ya no tenía ganas de hacer cualquier cosa sin pensarla: todo era mucho más bonito con un poquitín de calma.
Y ahora, cuando cruza el reino mágico a lomos de su caracol, sí tiene tiempo para oír lo que dicen hadas, hechiceras, druidas y ninfas:
– Esta niña llegará lejos. Despacio, pero lejos.
Esta vez, seguro, aciertan todos.