Las salas de estreno eran caras, 40 o 60 centavos la entrada, y teníamos que acogernos a los precios populares de los cines Capitolio, frente a la Catedral; Apolo, en la avenida Mella, frente al Mercado Modelo; Micine, casi al término de esa Avenida;
Max, en la que es hoy avenida Duarte (entonces José Trujillo Valdez) casi a esquina Mella; Diana, en esa misma Avenida casi a esquina con el Parque Enriquillo (entonces Julia Molina); Atenas, frente al Sur de este parque y Julia, un poco más arriba pero frente al Oeste.
El de mayor atractivo era el Micine, que ofrecía triple hits, en ocasiones a cambio de presentar en la taquilla 10 tapitas de refrescos. Los demás podían ofrecer doble hits pero en su mayoría sólo pasaban una película.
De estreno estaban El Encanto (después Santomé), en la calle del Conde; el Independencia, frente al Oeste del parque del mismo nombre; el Olimpia, en la calle Palo Hincado; el Rialto, en la calle Duarte y, en la avenida Pasteur de Gascue, el Élite.
En esas salas de cine pasaban películas nuevas, algunas del año, pero calimochadas de acuerdo con una censura cuyo último dictador fue monseñor Eduardo Ross.
Calimochadas lo mismo, los cines populares pasaban películas no tan nuevas y en su mayoría algunas que contaban ya el decenio de su estreno.
El cine europeo (italianas y francesas) empezó a tener cierto auge pero aquí las tijeras de monseñor Ross estaban más activas, como los úkase de que esa indecencia no podía proyectarse al público.
Comoquiera, nos dimos a Silvana Mangano, en Arroz amargo y a Silvana Pampanini, Anita Eckberg, Jane Russell y Sofía Loren. Pero de ver y desear, nos aprendimos dónde las tijeras del implacable sacerdote habían suprimido la turgencia de unos senos o la redondez de unos glúteos o la sugerencia de un pubis, peludo a la usanza de entonces. Después hemos podido ver, completas, algunas de esas películas, verdaderos clásicos.
Entre losestrenos y proyecciones normales atraían, de Hollywood, las leyendas religiosas, por lo general ambientadas en el imperio Romano, de los ultralargos metrajes de Cecil B. de Mille y otros directores: Los diez mandamientos, El manto sagrado y Ben Hur.
(Para rendir el dinero que podíamos conseguir en casa para las taquillas 25 centavos-, algunos hicimos un trato con José Maní, en el Capitolio, quien nos dejaba entrar de balde casi siempre a cambio de que alguna vez le dejáramos caer su peseta).