Opinión

Al límite

Al límite

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 Una efectiva separación de los poderes públicos va mucho más allá que su mera existencia formal. Así como la simple concepción de un feto no garantiza un epílogo feliz del embarazo, sin un ejercicio a plenitud, sin temor ni favor, de las prerrogativas constitucionales y legales de cada estatamento del Estado, no podríamos hablar, con propiedad, de un verdadero sistema democrático.

 Esa fortaleza en el funcionamiento cabal de cada poder, como pieza imprescindible de un engranaje perfecto, es lo que determina la existencia del debido contrapeso que permite el equilibrio entre fuerzas que sólo deben llegar en su accionar hasta el justo punto que les asignan sus atribuciones, ni un centímetro más, ni un centímetro menos. Debería existir una luz roja social que se encienda cuando alguno de los tranvías institucionales traspase las fronteras de sus respectivas competencias.

 Otra herramienta necesaria para la correcta puesta en movimiento de la maquinaria democrática, es un responsable ejercicio de ciudadanía, a través del cual, cada actor o actriz del drama nacional se convierte en un vigilante obstinado del uso que del poder hagan sus detentadores.

 Descritas así las cosas, resulta evidente que la democracia dominicana, a sus largos años, no ha alcanzado la solidez requerida que le permita exhibir una real separación de sus poderes ni, mucho menos, una ciudadanía empoderada de sus derechos y en disposición de ejercitarlos como mecanismo infalible de contención de los abusos del poder.

 Al contrario, más que una democracia, lo nuestro se acerca a una monarquía, donde la figura del presidente, provisto de atributos que se maximizan a consecuencia de la precariedad institucional y de la genuflexión de los titulares de los demás poderes, concentra un cúmulo tal de facultades, tanto de hecho como de derecho, que lo colocan por encima del bien y del mal.

 Esos personajes, así elevados a la estratósfera de sus dominios, apenas consienten en compartir migajas de su poder inmenso con sectores que les sirven de muletillas en sus afanes de perpetuación, a cambio de beneficios cuya cuantía resultara impensable en escenarios de franca y regulada competencia. Como siempre, la mayoría de la población, impedida de participar de ese festín, está compelida a sólo oler del suculento guiso que se cuece a su costa.

 Se precisa una vocación democrática muy enraizada para dar la espalda a  la posibilidad de disponer de un poder casi hegemónico, comprendiendo que eso representa la antítesis de una auténtica democracia y decidirse a implementar una transformación profunda del Estado, que lo convierta en un espacio que se active por el motor de su propia institucionalidad y no por los humores omnímodos de un ser humano considerado superior.

 Recientes acontecimientos, que tan mal parados dejan a los tres Poderes del Estado, con énfasis en el Judicial y el Legislativo, constituyen demostraciones de que nuestra precariedad democrática está alcanzando límites que deben advertir a la gente del peligro que corremos. La concentración excesiva de poder en favor del Ejecutivo, ejercido por quien ha demostrado que no vacila para hacer lo que entiende conveniente a sus intereses, puede derivar en un aniquilamiento de las escasas conquistas alcanzadas. Analizar esos hechos será tarea de la próxima entrega.

yermenosanchez@codetel.net.do

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