Opinión

Altares y sotanas

Altares y sotanas

La indiferencia no figura como opción para la sociedad dominicana ante el asesinato de un adolescente por un sacerdote, quien habría sido abusado sexualmente por el religioso, porque se trata de un crimen desgarrador que lacera y estremece a la conciencia nacional.

El monaguillo Fernely Carrión Saviñon, de 16 años, murió estrangulado y degollado y su cuerpo lanzado a un lado de la carretera Guerra-Bayaguana, un homicidio del que se acusa al cura Elvin Taveras Durán, adscrito a la parroquia Santa Cecilia, de Hainamosa, en Santo Domingo Este.

La Iglesia católica ha suspendido a ese sacerdote y pedido que sea juzgado por la justicia terrenal, en relación con la acusación de asesinato y pederastia contra el monaguillo, hijo de una familia humilde y religiosa de Villa Mella.

Todo el espacio del universo resulta insuficiente para alojar la indignación que ha causado el asesinato del monaguillo Fernely, porque su homicida incurrió en un crimen brutal, abusó y se aprovechó de la inocencia de su víctima, manchó miserablemente sus votos religiosos y traicionó la confianza de sus superiores.

Llama la atención que la Policía Nacional no ofreciera detalles en torno a este estremecedor suceso, sino que simplemente se limitara a señalar como cierto todo lo que ha referido la prensa sobre el caso y remitir a los periodistas al Ministerio Público para mayores detalles.

La Constitución de la República encomienda al Estado la condición de tutor de los menores, con la obligación de salvaguardar su integridad física y emocional, por lo que se requiere que Policías y fiscales investiguen en el entorno donde ocurrió la tragedia para determinar si otros niños y adolescentes han sido objeto de abusos.

Se resalta el gesto de la Iglesia católica, de condenar ese asesinato y reclamar que el sacerdote Taveras Durán sea sometido y juzgado por los tribunales, pero las autoridades eclesiásticas deberían también indagar o precisar los alcances del daño que se atribuye a ese cura, a quien se le impuso hoy coerción de un año.

Ese asesinato, atroz y cobarde, perpetrado contra un adolescente indefenso, cuya familia creía que su matador lo encarrilaba por el camino de los valores religiosos, obliga a la sociedad y a la Iglesia a adentrarse en profunda reflexión en torno a cómo afrontar una acelerada desintegración moral y espiritual que ya permea altares y sotanas.

El Nacional

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