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Censurable alegría

Censurable   alegría

Mi dilecta amiga, la intelectual y escritora Carmen Heredia de Guerrero, cita una frase de Shakespeare que no había hospedado en mi memoria, pese a haber leído más de una vez varias de sus obras.
En ella el autor inglés pone a uno de sus personajes a afirmar que “el placer de los humanos es el infortunio de los demás”.

En mi añeja existencia he vivido situaciones en las cuales se ha puesto de manifiesto la veracidad de la citada expresión.

Hace ya varios años, al meter la reversa de mi vehículo para sacarlo de la marquesina de mi casa, se le montó un cambio y salió disparado con acelerada velocidad.

Sorprendido, metí hasta el tope la emergencia del automóvil, pero este no disminuyó la marcha, y chocó violentamente con la estructura de cemento del contén de la basura de una casa vecina.

Afortunadamente residía entonces en una calle corta y poco transitada, y el accidente se produjo en tempranas horas de la mañana.

Eso determinó que no impactara persona ni vehículo, lo que disminuyó la conmoción que me causó el infortunado suceso.

El ruido del choque provocó que salieran despavoridos de la casa mi esposa Yvelisse, la criada y el chofer, y algunos vecinos.
Lo que me causó desagradable sorpresa fue la expresión alegre plasmada en el rostro de uno de los residentes del sector, mientras me preguntaba: ¿por casualidad, usted aceleró el carro sin darse cuenta?

No respondí su indelicado cuestionamiento, y continué sacando cosas del automóvil, el cual conducía poco después al taller de desabolladura y pintura que entonces utilizaba.

Regresaba una noche de la casa de una familia amiga de la zona Este de la capital hace ya varias décadas en un carro público cargado de pasajeros, cuando en el puente Duarte vimos varias personas aglomeradas.

El chofer nos informó que esas personas contemplaban el cadáver de un transeúnte atropellado por un vehículo.

Como impulsados simultáneamente por un resorte invisible, los pasajeros, con excepción mía, con sonrisas en sus rostros, pidieron al chofer que los depositara allí para observar la triste escena.

Un pariente me contó que al consultar a un amigo neurólogo por sufrir frecuentes jaquecas, quedó sorprendido cuando este le dijo, con mal frenados accesos de risa, que podría estar padeciendo de alguna tumoración benigna en la zona pensante.

Felizmente la tomografía que le indicó no arrojó ese resultado, pero el paciente cambió de médico.

Un viejo amigo canceló a una trabajadora doméstica porque al anunciarle que aparentemente le habían robado su automóvil de la marquesina, lo hizo con una sonrisa que iba desde una oreja hasta la opuesta.

Recuerdo al hombre que devoraba comestibles en una friturería callejera de una populosa avenida, y que ante un cortejo fúnebre gritó: el que llevan ahí no podrá comer desde hoy fritos verdes con morcilla.

Una tarde llegó hasta el banco del parque San Miguel que compartíamos muchachos del sector, un residente anunciando con vox estridente y alaridos de contento que habían cancelado de su empleo público a un amigo común.

Cuando critiqué el hecho de que la noticia fuera recibida con risotadas y preguntas sobre las causas del despido, me calificaron de sentimental y de “flojón”.

Los que por nuestra longeva edad asistimos con relativa frecuencia a las funerarias para despedir a contemporáneos, vemos que la conversación de parte de los presentes contiene chismes acerca de figuras públicas, o cuentos de coloración rojiza.

Pienso que la alegría de los humanos ante sucesos adversos del prójimo se debe a que no fueron ellos las víctimas del percance o tragedia.

Ante la caída en el pavimento de personas ancianas he visto como los que vieron el accidente reaccionan con carcajadas.

Y no faltan los morbosos que, si la accidentada es una mujer joven y bien formada, comentan con delectación el hecho de que esta mostrara al caer parte de los encantos que ocultaba su vestimenta.

Un sicólogo amigo atribuye la alegría de los seres humanos ante las desventuras de sus semejantes al hecho de que viven en competencia permanente.

Y ven en el infortunio del otro una victoria propia.

El Nacional

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