Opinión

COGIENDOLO SUAVE

COGIENDOLO SUAVE

Desde la primera vez que escuché aquella hermosa canción inspirada en la belleza del mar, ha permanecido en mi memoria, sobre todo porque todavía es interpretada en forma vocal e instrumental.

   La letra describe con poética belleza el surgimiento de un romance bajo el arrullo de las olas, y cómo los amantes acuden a su contemplación con frecuencia como forma simbólica de mantener viva la relación.

   Durante los primeros años de la década del 50 era yo un adolescente flaco y sentimental a quien le gustaban las aguas marinas, y a menudo paseaba por el malecón capitaleño para deleitar con ellas mis pupilas.

   Una vez estaba sentado en uno de los bancos que bordeaban los acantilados, y vi acercarse a una jovencita de cuerpo delgado con sus elementos constitutivos bien distribuidos.

   Me miró con simpatía, y de inmediato iniciamos una conversación que finalizó con su promesa de visitarme en mi hogar.

   Sería exagerado decir que me enamoraba de todas las mujeres con las cuales entablaba  amistad, porque solamente me ocurría con ocho de cada diez.

   La jovencita de la esbelta figura no fue una excepción, en parte porque al llegar a mi casa escuché la canción alusiva al mar, y de inmediato la asocié a ella.

   Es que parte de la letra expresa: “fue al contemplar el mar que te encontré, y fue al escuchar su arrullo que te amé”.

   En mi casa había un viejo tocadiscos, y un vecino me prestó una grabación donde aparecía la bella melodía interpretada por el cantante español Miguel Bodega.

   Estuve a punto de rayar el acetato desde el cual surgía la canción, debido a que la escuchaba a todas horas.

   Una tarde la muchacha me contactó por la vía telefónica para decirme que en media hora se trasladaría hasta mi hogar.

   Consideré que el mejor recibimiento sería aquella pieza musical, y desde que entró en la sala le di adecuado uso al añejo artefacto familiar.

   No había finalizado la hermosa composición cuando la chica emitió un chasquido despreciativo con sus labios.

   -Puá, esa canción es feísima, tan fea como esa asesina superficie salada a la que menciona- dijo, y sus palabras fueron seguidas por una carcajada que se prolongó por un par de minutos.

   Permanecí un rato en silencio, y luego me convertí en interlocutor monosilábico de la oceanófoba, la cual se marchó con cara enfurruñada.

   Desde ese día, y durante varios años, en todas las ocasiones en que coincidíamos en algún lugar, reaccionábamos de la misma forma.

   Con espontáneas y simultáneas cortadas de ojos.

El Nacional

La Voz de Todos