Opinión

Cogiendolo suave

Cogiendolo suave

Dos damas con fobia poética
Uno de los peores momentos que pasé en mi adolescencia me ocurrió en la casa de una muchacha de la cual estaba enamorado.
Un condiscípulo mío del primer año del bachillerato, vecino de la chica, me invitó a la fiesta de cumpleaños de una hermana de ella.

Había bailado un par de boleros con la damita, y debido a que no rechazó mi apretón casi sofocante, consideré que estaba a punto de conquistarla.

Yo había participado con la recitación de un poema en un programa radial, por lo que mi amigo me pidió que lo repitiera, tras un receso en la parte bailable de la fiesta.

Me encontraba complaciendo la petición, cuando noté que mi pretendida, que estaba de pie detrás de mí, daba vueltas al dedo índice de su mano derecha sobre su sien.

Es harto conocido que ese gesto significa que la persona a quien se le dedica, en este caso al autor de este artículo, es un demente, o popularmente hablando, “un gallo loco”.

Reparé en la acción, porque el cristal de un cuadro colocado en una pared reproducía la imagen de la poemófoba, valga el neologismo.

Desde ese instante, tomé la decisión de no invitar más a danzar a la jovenzuela, quien no pareció reparar en el detalle, fletándose con más de un hombre presente, poniendo de manifiesto un alto coeficiente puteril.

Por mi parte, me enllavé con una de las invitadas, dando inicio a un romance que duró apenas un mes, y cuatro tandas dominicales besuqueantes en los asientos traseros de una sala de cine.

Un amigo escritor relata con frecuencia el chasco que se llevó al recitarle un poema amoroso a una treintañera a quien galanteaba desde la proximidad de sus cuerpos en un sofá.

El mueble formaba parte de la sala del hogar de la fémina, la cual, en mitad de la larga pieza poética que había escogido su enamorado, se acurrucó en brazos de Morfeo, después de lanzar un fuerte ronquido.

Como era de esperar, el repudiado novel declamador se marchó sin despedirse, y poco después, mientras miraba un programa televisivo en su casa, recibió una llamada telefónica de la hermosa durmiente.

La dama, con elevado tono de voz, le echaba en cara lo que llamó su fuga indecente, y le manifestó que se abstuviera de visitarla y hasta de saludarla donde quiera que se encontraran, “por mal educado”. Mi amigo, hombre rencoroso, la bautizó con el mote de la analfabeta del espíritu.

El Nacional

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