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La monarquía de Federer

 
Jugar en el césped de Wimbledon significa para un jugador de tenis lo mismo que para un alpinista plantar su huella en la cima del Everest. Se trata del pináculo del templo, de la crema sobre el pastel, de la estrella Sirio en nuestra galaxia, una especie del bien supremo kantiano.
Roger Federer no solo ha jugado en la grama sagrada del All England Club, sino que ha gobernado esos predios como los señores feudales del medioevo manejaban los fundos y sus vasallos, y así lo acaba de probar al conquistar
su octava corona en Wimbledon, y decimonoveno título mayor.
Muy próximo a cumplir los 36 años cuando los tenistas comienzan
a declinar, el suizo desplegó nuevamente en la vitrina las cualidades que le han convertido en el mejor tenista de la historia, uno de los rostros más reconocibles del planeta y un atleta perseguido por las marcas que desean asociarse a su personalidad inmaculada.
El suizo es el segundo tenista de más edad
en disputar una final de Wimbledon con 35 años y 342 días, solo detrás del australiano Ken Rosewall, quien
en 1974 lo hizo con
39 años y 246 días.
El juego del nativo de Basilea todavía combina la precisión propia de un cronómetro helvético con la voracidad de una fiera con ánimo de dañar, el poderío de un misil de largo alcance,
y el cálculo del maestro del tablero que sabe cuándo y dónde aplicar el golpe decisivo.
Federer encarna la perfecta química de la fineza con el poder.
Desde que ganó Wimbledon por primera vez en 2003, todos hemos visto a este atleta superdotado accionar sin perder un ápice de sus condiciones físicas y su agudeza mental. La estabilidad y la consistencia han sido su marca
de fábrica y la clave de su éxito trascendente.
El tenis masculino contemporáneo ha visto desfilar una sucesión de las más brillantes figuras de su firmamento, tales como Jimmy Connors, Bjorn Borg, John McEnroe, IvanLendl
y Pete Sampras, hasta llegar a Federer, quien ahora comparte escenario con ese maestro sobre arcilla que se llama Rafael Nadal y el insípido pero eficaz Novak Djokovic.
Todos ellos han sido admirados y hasta temidos, pero ninguno adorado como el que ahora es considerado
el amo de Wimbledon
y quien posee ese carisma del que solo están dotados los personajes de excepción.
Sus detractores, porque los tiene, han llegado a comentar que Federer es una máquina carente de emociones, una especie de alienígena sin sentimientos importado de otro mundo. Nada más alejado de la realidad.
El llanto que ahogó sus palabras en la ceremonia de premiación después de su octavo triunfo en Londres, fue un recordatorio a todos de que aunque por sus venas corre sangre helada, en el fondo bien profundo hay un corazón cálido y muy humano.

El Nacional

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