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Plegaria por Virgilio  y doña Yolanda

Virgilio Travieso Soto y su esposa Yolanda llegaron a mi vida cuando el baloncesto me hizo aterrizar en el Auditorio Eugenio María de Hostos en los albores de la década de los años 60, poco después de la caída de la dictadura.

Primero yo había conocido a “Estrellita”, como le decían a Felo Hernández Estrella, el hijo de ella, cuando ingresé al Colegio Santo Tomás y éste, alumno del octavo grado y yo del quinto, infundía
temor entre los de mi edad por su actitud beligerante más que por su presencia física.

Hombre metódico y de sobria indumentaria, Virgilio dirigía las prácticas de una selección nacional donde brillaban Faisal Abel, Ulises Lewis, Luis Reyes Corcino, Amable Mahuad

y otros, vestido con camisa blanca y corbata y una correa en mano para perseguir a quien osara vagar durante las carreras en trenzas pasando el balón de un lado al otro de la cancha.

Antes de eso, hacía una visita inmancable a doña Yolanda, con quien mantenía una relación de noviazgo propia de novela, en su casa de la calle José Gabriel García próximo al parquecito del Fuerte San José con sus dos cañones apuntando hacia el Caribe.

Ninguno de nosotros se atrevía a mencionar en público el apodo de “Palo e’ Foete” que le ganó la delgadez de su época juvenil, aun cuando él si era dado a endilgar motes como el de “Mahogany” que me estampó como sello casi de forma instantánea por el color caoba de mi piel.

Doña Yolanda, una dama de trato exquisito hija del médico y humanista don Rogelio Lamarche Soto, padre también de Carlos y Eduardo, mantenía en esa época una distancia discreta y solo unos pocos de nosotros llegamos a tener acceso a la intimidad de su hogar.

A ella la traté más de cerca cuando ya, como un imberbe doctor en leyes, me correspondía hacer diligencias de registros de corporaciones en la Cámara de Comercio del Distrito Nacional, donde ella era eficiente secretaria del doctor Rodolfo Bonetti Burgos (a) Birrito, uno de los fundadores de la Asociación de Cronistas Deportivos, y por muchos años presidente de aquella entidad pública.

Virgilio, personaje de conducta pulcra y decisivo en el comportamiento ulterior de todos los que estuvimos bajo su influencia, murió joven en 1980, mientras que a doña Yolanda, pródiga en cariño hacia los hijos postizos de su esposo, le tocó vivir la ancianidad hasta entregar su alma al Creador hace unos días.

En ninguno de los dos acontecimientos estuve presente por designios del Señor de las Alturas. A Virgilio lo lloré junto a Tomás Troncoso y Guelo Tueni en la habitación que el trío compartía en un hotel de escasas estrellas cercano al Astrodome de Houston.

Por ella enjugué lágrimas en la soledad de Nassau rodeado de angloparlantes.
Estas breves líneas sirven como homenaje de recordación a esas dos personas que desde la época todavía impúber de muchos de los de mi generación actuaron
como maestros con
su ejemplo de vida.

El Nacional

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