Reportajes

Digan sus últimas palabras: en el nombre del cine morirán esta noche

Digan sus últimas palabras: en el nombre del cine morirán esta noche

René Fortunato ha tenido mucho éxito con sus documentales y ahora entra con pie firme en la ficción. Sin embargo, por más que lo intenta, no puede olvidar el día en que junto a Horacio Almánzar estuvo frente a un pelotón de macheteros, en lugar del de fusilamiento que enfrentó Aureliano Buendía en “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez.

La historia había comenzado mucho antes, cuando el 14 de abril de 1973 fundamos el Comité Pro Instituto de Estudios Cinematográficos (CINEC), con el fin de sentar las bases para la enseñanza de cine en el país.
Vivíamos los imperdonables doce años de Balaguer y la juventud revolucionaria soñaba bien alto, buscando “un cine auténticamente dominicano, rico en la forma y avanzado en el contenido”.
Pero los campesinos que arrinconaron a René y a Horacio Almánzar no sabían eso. Ni que en el grupo estaban Agliberto Meléndez, Rafael Portorreal, Carlos Peña, Nuria Piera, Armando Almánzar Botello, Zoila Puello y Omar Narpier.

También Raúl Molina, Pericles Mejía, Jimmy Gómez, Juan José Encarnación, Danilo Ubrí, Jorge Diep, Nicolás Rodríguez, Miky Bretón, Wendy Elena Santos, Andrea Camarena, Ricardo Beca, Víctor Lugo y muchos otros.

Así los dos amigos sudaban la gota gorda ante los que pedían sus cabezas.

Incluso, la embajada de Estados Unidos ni su departamento cultural (USIS) estaban al tanto de la cuestión, a pesar de que el instrumento de la desgracia, el proyector Kalart Víctor (el cuerpo del delito), lo habíamos incautado “revolucionariamente” de aquellas oficinas, cuando decidimos asestar “un golpe demoledor” al “imperialismo norteamericano”, pidiéndole prestado el proyector para devolverlo luego… y luego… y luego, finalmente… ¡Nos quedamos con el aparato!

Y lanzamos el “Circuito Popular de CINEC”, para exhibir películas de ficción y documentales en los campos y ciudades donde no había cine para “elevar la conciencia de las masas” y promover el Séptimo Arte. Ese día iríamos a las lomas de El Pomier, en San Cristóbal, y le tocaba el turno a Horacio Almánzar y René Fortunato. Ya habíamos ido a otros lugares con gran éxito.

Era un proceso sencillo: las películas, de 16 mm, nos eran suministradas por los departamentos culturales de varias embajadas, así como por Guaroa Noboa, de la empresa Gometco y Leonel Mota, que era entonces el principal distribuidor del país. No se cobraba entrada, sino que al final se pasaba un sombrero para los que quisieran cooperar.

El filme de la ocasión era “Jesucristo Súper Star”, de Norman Jewison, donde se presentaba un cristo diferente, cuestionador y contestatario (lástima que los campesinos no entendieran esas palabras tan domingueras).

De modo que los muchachos llegaron en uno de los jeeps que subían al lugar, colocaron el proyector y la extensión eléctrica y, en lugar de amarrar entre dos árboles la sábana (el telón), como de costumbre, decidieron utilizar la pared de la escuelita de allí y… “¡Viva la revolución!”: ya estaba listo el escenario para dar un paso más en la conquista del mundo.

Los lugareños estaban alegres, charangueros, en fiesta.

Pero, desde el inicio de la película, algo salió mal: los campesinos vieron que los actores llegaban en una guagua vieja, vestidos a la moda actual y salían para ponerse ropa de la época romana. Apareció un “negrito come-coco” (htt ps://www.youtube.com /watch?v=mP8vIyByWNA) haciéndose pasar por Judas Iscariote; un flaco y descolorido era Jesucrito (María Magdalena lo enamoraba) (https://www.youtube.com /watch?v=lS2nX4fuzqc) y, para colmo, Herodes era ¡un maric…!
(https://www.youtube.com /watch?v=93hXKphwun4 )
Todos comenzaron a bailar rocanrol alocadamente:

(https://www.youtube.com /watch?v=I3bZqqe_s84 ) y, dentro de aquel bullicio, se ponía en ridículo todas las sagradas historias de los evangelios y se mostraban aviones, tanques y ametralladoras.
–¿Qué es esta vaina, coño?– se oyó una voz en la parte de atrás, mientras René –que era jabao– cambió su piel a una versión transparente de la pantera rosa.

–¡Paren este relajo contra la Santa Biblia, carajo! –Tronó otra voz, un poco más cerca, haciendo que los cabellos de Horacio se volvieran un puerco espín.

–¡Ustedes verán ahora, charlatanes! –Dijo uno, al lado del proyector, al tiempo que todos los campesinos se paraban de sus sillas y levantaran machetes, azadas, rastrillos y otros aperos de labranza.

Arrinconados contra la pared René y Horacio tenían los ojos como tortas de cazabe, viendo cómo los campesinos amenazaban con quemar ese “maldito aparato” (propiedad del imperialismo) que trajo aquella desgracia.

Afortunadamente, al final predominó la sensatez y los dos compañeritos fueron obligados a cargar con sus cachivaches (incluyendo el sombrero de la ofrenda) y retirarse deshonrosamente del lugar.
–¡Y no vuelvan más por aquí, cabrones!

No era necesario la advertencia. pues los amiguitos, al regresar a CINEC y contar la historia, temblaban como las cuerdas de la guitarra del terror Luis Días.

Debajo, en la segunda planta, alguien tenía sintonizado el programa de Bonillita, quien decía: “Los comunistas tienen su canción, “Nathalie”. Y nosotros tenemos la nuestra: “Dominique”, que les copio en este enlace:

https://www.youtube.com /watch?v=JsW5UlsH3Jc
Esa es la verdadera historia. Y nadie me la contó.
Yo estaba allí.

1

René Fortunato sostiene el boletín de CINEC.

El Nacional

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