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El “suicidio” de Facundo

El “suicidio” de Facundo

Más que una “canción de protesta”, la del gran cantor argentino era una “canción de propuesta”. Con su canto combatía despropósitos y denunciaba desigualdades.

No dudo que Facundo también se haya “suicidado”. Cabral era un corajudo sin remedio y un amueblado “contestatario de la porra”.

El, como nuestro Narcizaso, blandía su canto de ternura y denuncia ante cualquier despropósito, pero también se pronunciaba ante las consabidas tropelías y mostraba con valor su indignación ante los abusos de los grandes sobre los pequeños.

Hablaba en verso como el profesor González y amaba, como el libretista y decimero dominicano; las historias en que nuestros pueblos habían sabido fijar su entereza frente a la acostumbrada desmesura e indiferencia de los poderosos.

Era místico porque por simple, sus letras de grande humanidad trasuntaban fe y esperanza sobre las estepas interiores del hombre, siempre aletargado por el devenir usufructuado y “el llanto recrecido”, como diría el inmenso Juan Sánchez Lamouth (1929-1968).

Como el aeda criollo, le preocupaban los rostros olvidados y tristes de los sin herencia ni dominios. En ellos halló su motivación vital. Tras su homenaje y renacimiento estructuró la epifanía de su canto.

Su habla era filosofía cantada. Tenía un relámpago entonado como voz. Rumiaba historias fantásticas de insurgencias cotidianas nacidas en los llanos, valles y quebradas, y tras cada copla invicta, hendía con facilidad una especie de crónica de la epicidad de la pobreza.

Podría decirse que a su modo inconfesado, Facundo se pretendía un forjador de mundos, puesto que desde la canción -¿de protesta o de propuesta?-, predicaba insistentemente sobre la posible reconversión del hombre latinoamericano, soñando con que sus aportes contribuyeran a la necesaria sobrevivencia de su espíritu y esencia frente a los estigma que aún le subyugan.

Más que de cantor y poeta, Facundo Cabral tenia la égida del predicador y el filósofo. Podría decir que el anhelo, el vacio, el azoro y el embeleso aleccionaban la estética de su trashumancia esencial. 

Su moral era la del viajero benedettiano que llevaba un ladrillo en la alforja para no olvidar la precedencia de su casa. Estaba sí ahíto de paisajes y decires. Campeaba por sus fueros la nostalgia.

Era simple y hedonista en su cotidianidad de poemas, exilios y sobresaltos.

Su combustión de humana transparencia era inagotable e inchantajeable.

Pensamos que Cabral pudo haberse “suicidado” a la extraña manera de nuestro inolvidable Narcizaso, porque ya se sabe que la hidalguía, los sentimientos patrióticos, el talento, el valor y la bondad, hartan a los verdaderos imbéciles, hace temblar a los retrógrados, insomnia a los tunantes, petrifica y disminuye a los ladrones de almas, somete a los sicarios de toda laya, ciencia, moda y arte, inmoviliza y descubre a los infames, detiene y revela a los “buscamelomío”, retrata y pone en su sitio a los que están convencidos de que somos unos pendejos insufribles, unos pobres de la mierda, unos harapientos sin memoria, unos borregos inútiles, unos amanuenses dóciles e ingrato, unos tristes sin suerte ni utopía, unos pusilánimes sin República, unos sin amor, beodos perdidos en el primer recodo del paraíso.

El Nacional

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