Opinión

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La crónica cinematográfica tuvo un gran repunte a partir del 1967 con las actividades culturales del grupo La Máscara, que organizaba cine-foros y propiciaba charlas y estudios sobre esta materia. Sin embargo, el sentido de la crítica y su metodología llegaron con Diógenes Céspedes cuando —a comienzos de los setenta— nos hizo ver a través de sus artículos en Ultima Hora, que el cine tenía otros elementos situados más allá de lo temático y señalándonos las proposiciones metodológicas de Metz: la percepción visual y auditiva mínima (los sistemas de construcción del espacio, etc.), el reconocimiento, identificación y numeración de los objetos visuales y sonoros, los simbolismos y las demás connotaciones que referencian la cultura de los auditorios, las estructuras narrativas y los sistemas cinematográficos que sirven para organizar los discursos.

Ese aporte varió para siempre el concepto de nuestra crítica, a pesar —insisto— de que aún en el país no se practica una crítica verdaderamente sustanciosa, pedagógica y dirigida hacia un auditorio que debe aprender a leer, más allá de la dispersión estético-connotativa de la imagen y su apoyatura sonoro-verbal, un fenómeno estético que puede alienar y excitar a la violencia, pero también que es capaz de educar.

Los que estábamos embarcados en los 70’s —aún comprometidos con la utopía socialista— considerábamos que era preciso crear una muralla de contención contra el bombardeo incesante de un Hollywood que, por no saber vender la guerra de Vietnam, recurría a heroísmos de toda índole. Al menos, aquellas crónicas disfrazadas de crítica tenían un sentido.

Pero hoy, con un cine atrapado entre los efectos especiales, la violencia y el sexo, en donde los argumentos sólo son pequeños soportes para llegar a ningún lado, la tarea del crítico debe ser la de señalar, con mucho más vigor, los riesgos que entraña la apuesta de un fenómeno estético que camina veloz hacia su conversión en mera entretención y defendiendo las huellas vitales de los que le dieron el estatuto de su autonomía: Griffith, Eisenstein, Chaplin, Welles, Clair, Rossellini, Ford, Hitchcock, Bergman, De Sica, Kurosawa, Antonioni, Truffaut, Fellini, Kubrick y los que por sobre los lugares prominentes de la taquilla, siguen construyendo un cine de valor.

A la sociedad de comunicador y receptor conformante del proceso de comunicación, se le añadió un nuevo canal a los ya existentes —prensa, radiofonía, publicidad exterior, etcétera—: el cine, con el cual el propio proceso de comunicación amplió su infraestructura ideológica y cuyo engranaje, a la larga, sólo acudía a fortalecer las demás correspondencias de la superestructura.

A la producción y reproducción de una materia verbal estructurada hacia lo radiofónico y una materia visual estructurada hacia lo impreso, la publicidad agregaba una suma, un todo audio-visual. Habría que decir, desde luego, lo que es un film publicitario y dentro de cuál ubicación específica se encuentra. Esto es, como clasificación de lo “real” e “irreal” o dentro del largo o del cortometraje.

El nombre buscado para este nuevo modo de producción publicitaria, relacionado directamente con la superestructura ideológica del sistema, fue el de filmlet; es decir “film” con el sufijo “let” para significar “cine pequeño”, o “peliculilla”. Pero este diminutivo en nada significaba “disminución” esencial para las necesidades comunicativas.

El Nacional

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