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El valor cristiano de la Cuaresma

El valor cristiano de la Cuaresma

La Cuaresma son los cuarenta días anteriores a la Semana Santa. Se inicia el Miércoles de Ceniza y finaliza el Domingo de Ramos. Coincide con el equinoccio de la primavera, que ocurre en la mitad de la misma. Como su nombre indica, la noche y el día se hacen iguales y poseen la misma duración.

Esta supone tiempo de conversión, de transformación, de buscar una nueva manera de pensar, y vivir. Tiempo de adoptar, de manera sincera, con uno mismo una nueva actitud hacia la vida. Es lo que pudiéramos llamar, arrepentimiento.

Pudiera significar, perfectamente, el período mediante el cual seamos capaces de vernos tal cual somos.

Para la consecución de tan nobles propósitos contamos con valiosas herramientas: el establecimiento de sufrimientos intencionales, ayunos, abstinencias,  oraciones, entre otros.

Se pude admitir como un período de entrenamiento espiritual, de lucha contra nosotros mismos, contra nuestros malos hábitos, aquellos que poco a poco fueron los formadores de nuestros egos, responsables, en gran medida, de deformar nuestra personalidad.

Finalizados los cuarenta días, la Semana Santa, y el Domingo de Resurrección, pasamos balance, y nos preguntamos: ¿fuimos capaces de cumplir con todas nuestras buenas intenciones? ¿Logramos ver aunque fuera por unos breves instantes el rayo de luz que no provoca sombra? Unos responden con un sí,  otros con un no, mientras algunos  pensarán que solo pudieron cumplir con sus propósitos a medias.

Empero, nos  preguntamos: ¿y qué importancia hay en que si fuimos o no capaces de cumplir con un uno, un dos  o un cien por ciento? Esto no es una carrera. Lo importante, durante estos cuarenta días, reside en nuestra lucha diaria.

En ese atisbo que ojalá pudimos haber tenido, del poder vernos dormidos, darnos cuenta de nuestra naturaleza: débil e inconsistente. De darnos cuenta de que somos  simples máquinas que viven ebrias y soñolientas.

Para mí, el mérito de cada uno estará  en  su propio  trabajo, en su combate personal, en su constancia y en la permanencia ante sí mismo.

Si no fuimos capaces, por la razón que fuera, de aprovechar esta hermosa ventana que se nos abrió para nuestra redención, nos queda el consuelo ,o la opción, de esperar el próximo año y tratar de nuevo.

Lo que no debemos olvidar jamás es que existe una fuerza superior divina, única fuerza capaz de obrar el milagro de la transformación del agua en vino en nosotros. Es la fuerza amorosa y misericordiosa de Dios, la  única capacitada para vernos tal cual somos, sin caretas ni armaduras, sin egos ni personalidad.

 ¡Solos El y Yo, Yo y El!

El Nacional

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