Opinión

Escritos apresurados

Escritos apresurados

Otra persona
Cuando la conocí, a mediados de la década de los años cincuenta, era una agraciada quinceañera, la cual mostraba notoria coquetería hasta en la forma en que miraba a la mayoría de los hombres.

Le encantaba provocar deseos en los representantes del bien llamado sexo feo, y mal denominado sexo fuerte, una de cuyas formas consistía en prodigarles encendidos elogios.

Recuerdo la tarde en que depositó una coloración rojiza en el rostro de un amigo común, con las palabras que le dijo, acompañadas de suaves tocamientos de sus manos en los brazos y en el pecho.

-Ave María purísima, que machazo de hombre; se nota que estás fajado haciendo ejercicios con pesas. Si no supiera que tienes novia, hace tiempo que te hubiera enamorado.

Llegamos a sostener una amistad tan sólida, que a ninguno de los dos nos cruzó por la mente la idea de involucrarnos en una relación sentimental.

-Por mi chivería no lo vas a creer, pero eres para mí un verdadero hermano, y me doy cuenta que lo mismo pasa contigo. Por eso no guardo secretos para ti en cuanto a mis noviazgos- me dijo una tarde, mientras acariciaba mi otrora abundante cabellera.

Debo admitir que las enllavaduras románticas de mi amiga fueron muchas e intensas, entre ellas más de una con hombres casados.

Claro que hacía hincapié en que mantenía a toda costa su virginidad, porque sabía que el hombre dominicano exige regularmente que la mujer con la que se matrimonie esté herméticamente sellada en su principal zona pudenda.

Pasó el tiempo, y en el inicio de los años sesenta la macho maníaca viajó a Venezuela, donde por carta que me envió, me enteré que había contraído nupcias con un pastor evangélico.

Debido a que la mayoría de sus familiares permanecieron en el país, llegó a territorio dominicano una tarde dominical, y de inmediato se comunicó conmigo por el útil artefacto de comunicación que evita tantos viajes innecesarios.

Teníamos apenas unos diez minutos de conversación cuando le pregunté si había continuado su vida chiveril en Venezuela antes de casarse.

-No-respondió risueña- porque fue a través de una compañera de labor en la empresa donde estaba empleada que conocí a mi marido poco antes de llegar, y me introdujo en el evangelio y en la iglesia que dirige.

– ¿Y te has adaptado a la monogamia que no habías practicado antes?- pregunté, ligeramente incrédulo.
-Completamente, porque el dios de los milagros puede curar hasta la putería crónica- fue su respuesta, expresada en medio de la risa que le acometió.

-¿Estás completamente segura de lo que dices?

No bien había terminado de formular la interrogante, cuando escuché su voz, todavía prisionera de las carcajadas.

-Claro, y no estás hablando ahora con tu vieja amiga, sino con otra persona, que te presentaré cuando nos juntemos.

El Nacional

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