¿Qué Pasa?

Eternidad de Joseíto Mateo

Eternidad  de Joseíto Mateo

Santo Domingo.-La noticia que retumbó en toda la geografía nacional anunciando la muerte de Joseíto Mateo, el día tres del cursante mes de junio, resultó un soberano embuste, una vil patraña del destino, porque lo especímenes humanos como Joseíto Mateo nunca mueren, porque palpitan constantemente en el alma dominicana, y solo se desmaterializan y se desvanecen, pero la química de su impronta, gravita perenne en el alma nacional.

Por un trayecto de más de ocho décadas, este genuino e icónico intérprete de nuestra música nacional, el merengue, cabrioló en todos los escenarios vernáculos, y deslumbró con su estilo peculiar e irrepetible, no solo vocalizándolo como él sabía regio hacerlo, sino moviéndose en los plató, cadenciando en las tablas, hipnotizando a las muchedumbres que nos citábamos para disfrutar del banquete de su arte singularísimo, aquí y en el exterior.

Su gracia era congénita, no había el menor trazo de cultivo, de academia, ora en la vocalización, ora en el balanceo de las notas que interpretaba para deleite de las grandes muchedumbres que nos arracimábamos para disfrutar de su arte, como si fuera el rito de un areíto taíno.

La memoria de los de mi octogenaria generación crecimos escuchando y disfrutando a Joseíto, comenzando en el tramo de los inicios de la década de los años 50 del siglo XX , cuando Joseíto compartía escenarios internacionales con figuras del calibre de Benny Moré y Rolando La Serie, que dominaban los escenarios cubanos del Hotel Habana Hilton y el famoso cabaret Tropicana, con el fondo orquestal de La Sonora Matancera, y la breve irrupción en el escenario competidor de Dámaso Pérez Prado y las partituras de sus mambos, Patricia, el más soberano de todos, recordando cuando Carlo Ponti puso a bailar a Anita Ekcberg en La Dolce Vita.

La tambora era como el sístole y el diástole en el entramado psíquico de Joseíto Mateo, cuando Papa Molina desde el atril de la Súper Orquesta San José, soltaba la jauría de las emociones, resonando la güira y la tumbadora, en compases aceleradores de las sienes, y Joseíto se deslizaba en los plató, como si fuese un complemento de su estructura física.

Claro que resulta imposible omitir a Rafaelito Martínez acompasando merengues en la orquesta de Ramón Gallardo en El Recreo del Turismo en la Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre, conmemorando los 25 años de la Era de Trujillo, y Pipí Franco con su inolvidable aflautada voz fañosa entonaba Leña, Compadre Pedro Juan o Sancocho Prieto, con el soporte inmortal de Luis Alberti y su formidable Orquesta Generalísimo Trujillo, donde todos disfrutábamos la ilusión fugaz de que el escenario era el epicentro del Universo.

“Jardinera porque estás tan triste/ dime qué fue lo que te pasó/, fue la gardenia que se murió/ dio dos suspiros/ y se murió”, y la jarana empezaba a cobrar bríos, y Joseíto se confundía con el colosal diluvio emocional que movía los pies, contorneaba las caderas, la respiración se potencializaba al compás del jadeo, al socaire de una voz inconfundible que perforaba el ambiente penetraba, taladraba la profundidad del tiempo, la vibración profunda de la alegría se esparcía como un polen multiplicador de sensaciones superbas, y enviaba como por suerte de un conjuro el estrés y las cargas emotivas de la cotidianidad, al mismísimo carajo.

“A mi llaman el negrito del batey/porque el trabajo para mí es un enemigo/el trabajo yo se lo dejo todo al buey/ porque el trabajo lo hizo Dios como castigo/ a mí me gusta el merengue apambichao/con una negra retrechera y buena moza/a mí me gusta bailar de medio lao/bailar medio apretao/ con una negra buena moza”, y las pistas retumbaban con la música más pegajosa del planeta, y la tambora, la guira, las trompetas, los saxos, los trombones de vara, la tumbadora, atiborraban de sonidos, enardecían a los bailantes, con los ritmos contagiosos capaces de “mover los pies de un muerto”, mientras Joseíto bailaba como si fuera un parroquiano, con su gracia impar, con su sonrisa unigénita, congelada en la eternidad, con sus ademanes singulares, como nadie nunca antes ni jamás igualarán en los contornos de la pasión desbordante y desinhibida de un permanente homenaje al merengue, por un bacá musical que embelesaba y enardecía hasta el delirio.

Joseíto compartió una época estelar sin reprisse con luminarias del merengue como Rafaelito Martínez, Pipí Franco, Vinicio Franco y Marcelino Plácido, y los relevos luminosos de Johnny Ventura, Cuco Valoy, Wilfrido Vargas, Ramón Orlando, Fernando Villalona, Rico López, Félix Cumbé, Eddy Herrera, Sergio Vargas y Héctor Acosta (El Torito), superbos, inimitables.

Pero Joseíto en realidad fue el primer gran intérprete del merengue, luego que el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, dueño absoluto del país entre 1930-1961, lo introdujo en los salones encopetados de la sociedad de “primera”, que antes lo rechazó como una música plebeya y soez de gente de “orilla”.

“Compadre Pedro Juan baile el jaleo/compadre Pedro Juan que está sabroso/aquella niña de los ojos negros/que tiene el cuerpo flexible/baila en la empalizá”, y la algarabía y el frenesí densificaba el ambiente, como si se materializaba y podía palparse.

Un homínido de la nomenclatura del ADN de Joseíto Mateo es punto menos que imposible desaparecer de un todo, solo se ha desvanecido, porque cuando se inicia el sonido de un merengue, al instante se evoca a Joseíto Mateo, y eso traduce y contiene ingredientes de eternidad.

Joseíto Mateo es el merengue.
El merengue es Joseíto Mateo.

El Nacional

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