La guerra de Irak trajo como una de sus consecuencias la gran crisis del 2008 que todavía padecemos. Pasándole por encima a reportes de la ONU, el presidente George W. Bush en el año 2003 invadió junto a otras naciones el histórico país bañado los ríos Tigris y Éufrates, contienda bélica que hizo que Bush saliera valorado como uno de los peores presidentes estadounidenses, y cuestionado por amplios sectores de la opinión pública.
Como si la historia se repitiera dos veces, como dijo Hegel, y que Marx le agregara una como tragedia y otra como comedia , el mundo tiene sus ojos puestos en Siria, país en el que ajedrez mundial juega sus fichas y que en cualquier momento puede sonar la clarinada de la conflagración que, sin todavía iniciar, ya se sienten sus efectos expresados principalmente en la agudización de la crisis económica que golpea al planeta.
El presidente Barak Obama debe desechar los consejos de los guerreristas que quieren que Estados Unidos vaya de nuevo a una guerra que lo que hará es ahondar el difícil trance por el que atraviesa el pueblo norteamericano, y que en los últimos tiempos estaba dando señales de recuperación.
Obama está investido de un Premio Nobel de la Paz, que lo hace, ceteris paribus, compromisario de la armonía, el pacifismo y la tranquilidad mundial. Más que pensar que rechazar la acción belicista lo haría pusilánime, una guerra a Obama lo descalificaría como interlocutor de paz.
El conflicto sirio debe ser dirimido en los organismos de las Naciones Unidas. Cualquier sanción contra Siria es responsabilidad y competencia de la ONU. De igual manera, la disputa siria tiene sus mejores respuestas en las discusiones diplomáticas, siempre alejadas de la sangrienta guerra que únicamente traería como corolario millones de víctimas.