Opinión

Huella imborrable

Huella imborrable

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En el inicio de aquella extraordinaria década de los 40’s, André Bretón y Wilfredo Lam visitaron el país en 1941 (en el periplo del poeta francés —creador del Movimiento Surrealista—, hacia su exilio en New York, y del pintor cubano hacia su país, con una escala exploratoria en Haití), y es allí, en ese encuentro, donde Eugenio Fernández Granell (1912-2001) recibió la vibración, el vuelco de su enorme talento hacia el movimiento creado por Bretón.

Ya Fernández Granell —en ese 1941— además de ser el primer violín de la recién formada Orquesta Sinfónica Nacional, se desenvolvía como crítico de arte y literatura del diario La Nación y participaba asiduamente en las publicaciones Ágora y Democracia, de los republicanos españoles en el exilio. Aún en aquel encuentro histórico con Bretón y Lam vibraba en Fernández Granell su ardiente militancia en el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), —abiertamente trotskista—, una militancia que se había iniciado tras su llegada a Madrid, en 1928, contando con apenas dieciséis años, cuando la dictadura de Primo de Rivera se tambaleaba y se abría en España el proceso revolucionario de los años 30’s, donde dirigió la revista El combatiente rojo participó como articulista y colaborador en otras revistas poumistas: POUM, La Nueva Era y La Batalla.

La mirada hacia el lenguaje implícito en el surrealismo, del que Fernández Granell tenía amplias nociones por los surcos protagónicos que ese movimiento había dejado en España, en donde dos de sus nacionales, Luís Buñuel y Salvador Dalí, eran figuras resaltantes, reafirma el enunciado de Ludwig Wittgenstein, de que “el proceso de modificación de la dirección de la mirada permite establecer las conexiones entre los diferentes juegos de lenguaje y entre éstos y las formas de vida que le corresponden” (Wittgenstein; Tractatus logico-philosophicus, Alianza, 1979).

Esta transformación del poeta, músico y pintor hacia un lenguaje estético que emerge desde la teoría freudiana del sicoanálisis, las filosofías de Heráclito y otros pensadores griegos, hasta irse entroncando en la historia con pintores como Hieronymus Bosch (El Bosco), lo catapulta hacia la búsqueda, dentro de ese lenguaje, de un enfoque estético, no sólo para que su enorme talento concurriera en una estética acorde a sus principios revolucionarios, sino también para exorcizar sus propios demonios, sobre todo porque ya se había enterado desde su militancia comunista-trotskista, que Bretón había firmado en 1938, en México, el “Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente”, con León Trostsky y Diego Rivera, lo que le permitía, desde la trinchera surrealista, aguijonear la historia para recordar los sufrimientos ocasionados por el fascismo en España.

Y es por eso que señalo lo de “exorcizar sus demonios”, porque es bueno recordar que el destino presupuestado de Fernández Granell era Chile —país que, junto a México y República Dominicana, se habían comprometido a recibir exiliados republicanos y judíos—, pero por diversas circunstancias, tuvo que estacionarse en esta república del Caribe, gobernada por, precisamente, un dictador afín al odiado Francisco Franco.

El Nacional

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